Por Francisco Arroyo Martín.
Aquella llamada me sorprendió en pecado mortal. Mi amigo me pedía un “articulillo” para una publicación sobre el aniversario del Quijote; pero no se quedó ahí, además el artículo debería tratar sobre el Quijote o Cervantes y su relación con Leganés, si bien amplió el límite geográfico a la zona sur de Madrid, en una clara muestra de magnanimidad ante mi titubeo inicial. De todas formas, con igual arrogancia y mismo arrojo que el cervantino Caballero del Lago, acepté el reto, sin pensar en los peligros que las negras aguas escondían, e incluso, y esto sí es de mérito, sin recordarle los honorarios que mi ilustre colegio profesional señala para estos casos.
Pero seguía en pecado mortal. A principio de año, casi todos los españoles (por no decir todos) hicimos alguna de estas dos solemnes promesas: “leer el Quijote”, en el caso de aquellos que no superaron la prueba pueril de su lectura; “releer el Quijote”, para aquellos que, con tremenda satisfacción, lo logramos. Inmediatamente, llegaron los Reyes y dejaron bajo el árbol la edición especial del Instituto Cervantes; y quedó su lectura para Semana Santa; acto seguido se pospuso para el puente de mayo; después decidimos que mejor en vacaciones (que hay más tiempo, tranquilidad y reposo y la labor lo requiere); luego fue para el puente del Pilar, ya en estos momentos con una firme reconvención: ¡De ahí no pasa! En este estadio se encontraba un servidor: una petición de un amigo, una relación imposible, una lectura pendiente, un tiempo inexistente y un prurito vanidoso que me impedía rechazar la oportunidad de participar, de alguna forma, en los fastuosos oropeles del centenario.
¡En fin! Lo primero era releer el Quijote; y con mirada atenta y pensamiento agudo buscar, y encontrar claro está, las posibles relaciones entre Leganés (sí, ya; o la zona sur de Madrid) y el mundo cervantino o quijotesco. Determiné que lo mejor era decirle al “jefe” que me diera unos días de asueto en el trabajo y que a cambio ya metería de rondón en el artículo un buen número de acertadas, sutiles y ajustadas referencias en honor y gloria de quien, hoy por hoy, nos da de comer, y, ¿cómo no?, de su augusta, ilustre y egregia persona.
Me armé de valor y al día siguiente, por la mañana tempranito, estaba un servidor haciendo antesala en el despacho principal; y en la espera, ¡él!, apareció ante mí y empezó a crecer desaforadamente y a transformarse grotescamente en aquel gigante usurpador del reino de la princesa Micomicona, aquel que era llamado Pandafilando de la Fosca Vista. Y yo, un pobre mortal falto del valor de don Quijote, quien le hizo frente en camisa de dormir, y además le venció, desangrándole y cortándole la cabeza en singular batalla, con la espada tan sólo como arma, en el castillo manchego que para algunos, víctimas de pérfidos encantadores, era venta; y yo, repito, al contrario de don Quijote, fui asaltado por escalofríos, tiritones y sudores, de los que salí por un brusco golpe de cabeza. Como un resorte me alcé del sofá, me atusé el pelo, me alisé la chaqueta y me compuse el nudo de la corbata; y no sé porqué razón pensé en los sótanos del edifico y los asimilé a la cueva de Montesinos, y también en el tiempo y en las dificultades que los moradores de la cueva tuvieron que pasar para poder salir de ella por las malas artes de Merlín, ese mago francés (no, si es que luego dicen) hijo del diablo, y por la flojera de carnes del buen Sancho.
En estas condiciones, la fortaleza de espíritu insuflada el día anterior se trasformó, en aquel angustioso trance, en flaqueza de ánimo; y de inexpugnable alcázar pasé a frágil empalizada. Y de la misma manera que don Quijote renunció a probar por segunda vez la consistencia, robustez y aguante de su artesanal media celada, yo también renuncié a mi justa pretensión; la ausencia de comprensión y la falta de sensibilidad podrían acarrear unas penosas consecuencias a las que no podía aventurarme.
En estas circunstancias tomé ejemplo de don Quijote y de turbio en turbio lo pasé trabajando y de claro en claro enfrascado en la relectura de la inmortal obra de Cervantes. Pero por más que me esforzaba no encontraba por ningún lado cómo enfocar y relacionar la obra de Cervantes con Leganés; y del poco dormir y del mucho leer al borde estuve de la enajenación y a un punto de renunciar y reconocer mi más absoluta incapacidad ¡El lugar más cercano a Leganés que aparece en el Quijote es Alcobendas! (que ni tan siquiera se encuentra en la socorrida zona sur de Madrid). Lugar de donde era el bachiller Alonso López, quien sufrió en sus carnes y en su pierna el coraje y el arrojo de don Quijote cuando acometió al tétrico y lúgubre desfile fúnebre que transportaba un cadáver desde Baeza a Segovia. Episodio cumbre de las aventuras de nuestro hidalgo en el cual Sancho Panza le dio el sobrenombre, digno del mayor ingenio, del “Caballero de la Triste Figura”.
En esto iban pasando los días y el “articulillo” seguía pendiente. El papel, y su horrible color blanco, me producía el mismo azoro y pánico que la oscuridad de la noche produjo a Sancho en la aventura de los batanes; y, sin llegar al mefítico apremio en el que se vio nuestro orondo escudero, el espantoso y reiterado golpeo de los batanes se reproducía en mi cabeza con la turbadora y repetida pregunta: ¿Qué pongo? ¿Qué pongo? ¿Qué pongo?... Una pesadilla de la cual era incapaz de salir. Así, ofuscado, consternado y a un punto de renunciar a mi bien merecida y mal reconocida gloria, decidí dar un paseo por esta ciudad. Paseo al que, desocupado lector, si no tienes algo mejor que hacer, te invito a que me acompañes.
Mi caminar errático y sin rumbo nos lleva... —¡Oh, destino insondable! ¡Oh, hado imprevisible! ¡Oh, albur inesperable! ¡Oh, azar impensable! ¡Cuán caprichosos os mostráis con el devenir de los humanos! ¡Cómo insignificantes esquifes, nos deriváis por el proceloso Océano y nos conducís a puertos ignotos!—... al “Parque de Miguel de Cervantes”. No dejó de alertar mi curiosidad que el primer homenaje que encontré hacia la figura cervantina en Leganés fuera un parque; además en una zona emblemática de la ciudad, a la puerta del Hospital Severo Ochoa y a lo largo de la avenida Orellana. Se trata de un parque diseñado por Antonio Ruiz Barbarín, y que enmarca con trazos y alineaciones oblicuas el barrio de los Descubridores (mejor rememorar esta faceta que la de la conquista), a los que don Quijote recuerda en la figura del cortesísimo Cortes cuando quema y barrena sus barcos para, movido por la Fama, iniciar un camino sin vuelta atrás. Se trata de un parque de gran originalidad y una fuerte idiosincrasia, que le aportan, principalmente, sus fuentes y la variedad de especies vegetales que existen, entre las cuales me permitirás, amable lector, destacar la decena de abedules que se esfuerzan por arraigar en condiciones tan inhóspitas para ellos; a buen seguro que añoran los fríos del septentrión como el morisco Ricote, tras ser expulsado de España, evocaba y lloraba por su patria.
El parque Miguel de Cervantes también sirve de pórtico al hospital Severo Ochoa, símbolo de la lucha ciudadana en Leganés, sin ninguna duda. Si recordamos el episodio en el cual Sancho se convierte en el gobernador de la ínsula Barataria, reconoceremos que los médicos parecen no salir bien parados en el Quijote. Pero: ¿Acaso no es médico también un tal Lamela? ¿Acaso no se parece este Lamela al infausto doctor Pedro Recio, médico del gobernador Panza? ¿Acaso no acabará Lamela, de seguir en su puesto, con el sistema de salud pública, como Pedro Recio hubiera acabado con Sancho Panza de seguir éste en el cargo? El mismo Sancho diferenciaba bien a los malos y buenos médicos, y así decía del doctor Recio: que quiere que muera de hambre, y afirma que esta muerte es vida, que así se la dé Dios a él y a todos los de su ralea, digo, a la de los malos médicos; que la de los buenos palmas y lauros merecen. Por suerte para los leganenses en “el Severo” contamos con un importante grupo de buenos médicos, enfermeros, celadores, etc.; y en señal de gratitud, bien merecen las palmeras y laureles que adornan algunas de nuestras calles más importantes; que a los médicos sabios, prudentes y discretos los pondré sobre mi cabeza y los honraré como a personas divinas, Sancho Panza “dixit”.
Frente a la entrada del hospital; abocado por una impresionante alineación de liquidambar; cercano a la parada de Metrosur; avecindado a los bustos de los poetas Rafael Alberti y Gabriel Celaya, obras ambas de Eduardo Carretero; ubicado en una pequeña y ornamentada rotonda; y flanqueado por varios ejemplares de thujas; me encontré con la cabeza —nada más y nada menos— del mismísimo Cervantes. Obra en bronce y acero cortén del Andrés Rábago (también conocido por OPS, Jonás, Ubú, El Roto,...) Es bien sabido que no hay constancia cierta de que Cervantes fuera retratado en su tiempo; si bien, existe una imagen de su rostro popularizada por un retrato atribuido a su persona del pintor barroco Juan de Jáuregui, pero del cual, incluso los entendidos, no se ponen del todo de acuerdo. Para conocer su rostro tenemos que recurrir al genial autorretrato que de sí mismo hizo Cervantes en el prólogo de sus “Novelas Ejemplares”:
Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena, algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies. Este digo, que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha...
La fuente de inspiración de Andrés Rábago es palmaria: siguió fiel, puntual y cuidadosamente el autorretrato cervantino en la composición de su obra. De ahí la afirmación lapidaria que encontramos en la escultura: “Este es Cervantes”, para que al observador no le quepa ninguna duda de ante quién y ante qué se encuentra, frente al verdadero retrato de Cervantes. Y lo tenemos aquí, en Leganés.
Evidentemente, este encuentro con el busto de Cervantes me proporcionó un renovado impulso en la redacción del artículo: ¡Hay tema! ¡Hay tema! Comencé a vislumbrar luz donde, hasta entonces, sólo había tinieblas. De nuevo me identifiqué con Sancho Panza cuando, después de abandonar la gobernación de Barataria y de vuelta al palacio de los duques, cayó por una profunda y oscura sima; y tras sentirse muerto en vida la voz de don Quijote vino a devolvérsela. Así de grande fue mi alivio; si bien me dije: frena tu frenesí, apenas unas líneas tienes, mucho camino aún quedarte (hay que reconocer que los galácticos caballeros “jedáis”, al menos en el lenguaje, no les alcanzan a los “andantes” ni a la suela del zapato).
Como no podía ser de otra forma, asombrado lector, continué, espero que con tu compañía, mi deambular por Leganés. Mis pasos nos dirigieron a otro parque: al del Museo de Esculturas al Aire Libre. Llegué allí inconscientemente, ya que siempre que necesito un lugar apacible, sugestivo y tranquilo para reflexionar y poner en claro mis ideas, acabo en este hermoso vergel, donde se puede convertir una caótica y disonante algarabía en una sinfónica y armoniosa balada. Se trata de un bello jardín en donde la naturaleza y el arte se funden y los sentidos se confunden: el cromatismo de las flores se fusiona con la rotundez de las formas, los espacios, los volúmenes...; el olor del césped recién cortado se mezcla con la textura de la piedra, del bronce, del acero...; el crepitar de las hojas secas se une al sabor de aquel beso, de aquella sonrisa, de aquella lágrima...
En este museo se encuentra una estatua de bronce, obra del escultor catalán Apel.les Fenosa y propiedad del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, dedicada a “Orlando furioso”, en la cual aparece Orlando en el momento que, perdido y desesperado, carga con su caballo Brilladoro, al que no quería abandonar en el campo de batalla. El conde Roldán, que así se le conoce en las crónicas medievales castellanas, fue uno de los legendarios pares del rey Carlomagno, que según la leyenda sólo se le podía matar, como a un renacido Ulises, clavándole un alfiler en la planta del pie izquierdo. Finalmente murió, según los romanceros castellanos (los franceses lo cuentan de otra forma, ¿qué otra cosa se podría esperar?), en la batalla de Roncesvalles a manos de Bernardo de Carpio quien, como un nuevo Hércules cuando mató al gigante Anteón, le estranguló al ver que era imposible herirle con la espada.
Orlando (o Rotolando o Roland o Roldán) es descrito por nuestro caballero de la siguiente manera: de mediana estatura, ancho de espaldas, algo estevado, moreno de rostro y barbitaheño, velloso en el cuerpo y de vista amenazadora, corto de razones, pero muy comedido y bien criado. El motivo de la furia de Orlando fue el engaño de Angélica, su enamorada, con Medoro, un morillo de cabellos enrizados —al parecer durmieron juntos algo más de dos siestas—. Por la descripción de Roldán que hizo don Quijote, decía el cura entender porqué prefirió la bella Angélica al joven moro.
Es inevitable rememorar a don Quijote cuando se contempla esta escultura y acordarse de cuando nuestro caballero decidió volverse loco de amor en Sierra Morena, y mostrar así a doña Dulcinea, y al mundo, lo que era capaz de hacer sin motivo, para que pudiera hacerse una idea de lo que podría hacer en caso de tenerlo; si bien, en este episodio algunos quieren ver un puntito de temor de nuestro héroe hacia los cuadrilleros de la Santa Hermandad, tras la liberación de los galeotes. Para esta aventura optó don Quijote por imitar a Amadís de Gaula, el modelo de caballero andante, en sus sollozos, clamores y lamentos; y a Roldan, que arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas..., en sus desatinos, desafueros y locuras —aunque sólo en las más esenciales—.
Con esta reflexión concluí abandonar las napeas y dríadas del parque del Museo de Esculturas al Aire Libre para adentrarnos de nuevo en el laberinto urbano y, a diferencia de Perseo, vagar sin hilo. En estas llegamos a la avenida de La Mancha. ¡Qué decir de esta avenida! Permíteme, paciente lector, una escueta descripción que, aún a riesgo manifiesto de ser acusado de cursilería, a mí, que en el fondo no dejo de ser un espíritu simple, me gusta: esta avenida es, a vista de pájaro, como un tajo esmeralda entre dos conchas de rubís.
Se trata de un lugar de encuentro, que no de frontera, entre dos populosos barrios: Santos y Zarzaquemada. La similitud con la región a la que se rinde homenaje es meridiana: La Mancha es una encrucijada de caminos, un lugar de paso de allí a allá o a acullá. Y el continuo trasiego de personajes que don Quijote se encuentra en los caminos manchegos, así lo demuestra. De igual manera los parques que jalonan la avenida de La Mancha en nuestra ciudad, el parque de los Olivos y el parque Picasso, frutos ambos del diseño de Ricardo Arribas y Benigno Rodríguez, son un lugar de encuentro, un espacio de tránsito, de comunicación, de concurrencia.
Muchas razones se han querido buscar en el enigma con el cual empieza la novela, y por qué razón, o razones, Cervantes no quiso acordarse del lugar de donde era originario Alonso Quijano “el Bueno”. Unos dicen que es donde Cervantes estuvo preso; otros que “lugar” era una población tan despreciable que producía sonrojo (cuando “lugar” se refiere a una población menor que villa pero mayor que aldea); otros que es una alusión indirecta al origen judío de Cervantes (cosa que está por ver); incluso algunos han identificado al famoso “lugar de La Mancha” con: ¡Santander! La verdad es siempre más sencilla, y el propio Cervantes nos la cuenta: cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero. En fin, doctores tiene la literatura, y, como los de todas las ciencias y artes, han de comer.
No se me escapó que uno de los parques que se encuentra en la avenida de La Mancha está dedicado a Pablo Picasso, para mi gusto y mi pobre entendimiento, el artista que mejor ha reflejado a la pareja inmortal de Cervantes en un sencillo dibujo en blanco y negro pero en el que cualquiera, incluso sin necesidad de haber leído el Quijote, identificaría al Caballero de la Triste Figura.
Cómo dejar de señalar que en uno de los extremos de este parque se encuentra el que fue en su tiempo el “anfiteatro” Egáleo, y hoy, acertadamente, es sólo teatro con el mismo nombre. La comedia como actividad literaria, junto con la poesía, es una de las pasiones frustradas de Cervantes; pero en el caso del teatro, el hecho de que se viera absolutamente oscurecido por Lope de Vega, que era, conviene recordar, su más acérrimo enemigo, y por la revolución teatral que trajo consigo el éxito de las obras del “Fénix de los ingenios”, contra la que luchó denudada e infructuosamente Cervantes, le produjo una profunda desazón. Así hace decir al cura del pueblo de don Quijote, “alter ego” de los gustos literarios de Cervantes: porque habiendo de ser la comedia, según le parece a Tulio, espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres y imagen de la verdad, las que ahora se representan son espejos de disparates, ejemplos de necedades e imágenes de lascivia. Concédeme, benévolo lector, licencia para aprovechar este asunto del teatro para recomendar, a todo aquel que no las conozca, esas pequeñas obras maestras que son “los entremeses” cervantinos. Y prosigamos, que esto promete.
Continuamos nuestro paseo por Leganés por la avenida de Juan Carlos I, y topamos con el conjunto escultórico de Juan Bordes “Fuente de LE-GA-NÉS” (popularmente conocido como “Los Cabezones”). Obra de acero cortén y bronce que pretende aunar distintos elementos constructivos y figurativos para conformar un grupo escultórico conceptual, en el que destacan las tres enormes cabezas de bronce trabajadas con técnica e intención expresionista. Frente a estas figuras, inmediatamente mi memoria me trasladó a Barcelona, a la casa de don Antonio Moreno, quien hospedó a don Quijote y a Sancho cuando, por acreditar para siempre de falso y mentiroso al autor del ficticio Quijote del apócrifo Avellaneda, decidió nuestro caballero no acudir a las justas de Zaragoza y pasar directamente a Barcelona; y en concreto al episodio de la cabeza parlante, respondona y adivinadora. Maravillados dejaron a todos los asistentes las respuestas que del bronce salían; excepto a Sancho, quien, en su acusado pragmatismo, lejos de sorprenderse del prodigio de que una escultura hablara, se mostró absolutamente decepcionado por la obviedad de las respuestas. Y tanto se extendió el prodigio por la ciudad condal que el autor del artificio hubo de comparecer ante la todopoderosa Inquisición; cara le pudo salir a don Antonio la broma de la mágica y encantada cabeza polaca (“¡Tate, tate, folloncicos!” Qué nadie me acuse de irrespetuoso: era polaca porque fue hecha y fabricada por uno de los mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo, que creo era polaco de nación y discípulo del famoso Escotillo). Nuestras leganenses cabezas tan sólo ofrecen una respuesta, eso sí, sin truco ni artimaña. Y de forma mancomunada informan, a todo aquel que llega, del nombre de nuestra ciudad, por si algún viajero, despedido y despistado por la maraña indescifrable de letras y números que jalonan nuestros caminos asfaltados, acaba arribando en ella, acaso sin pretenderlo.
Pero, querido lector, sigamos el recorrido del cual me he convertido en tu cicerone. Tenemos en Leganés un barrio que recuerda batallas notorias de la historia de nuestro país; son hechos trágicos, dolorosos y dramáticos que los leganenses no queremos olvidar, para que con su recuerdo podamos evitar que se repitan, para que se queden tan sólo en las páginas de los libros y en las azules placas de las calles. Una de estas calles recuerda la celebérrima batalla naval de Lepanto. De sobra es conocida la definición que hizo Cervantes de esta batalla en el prólogo de la segunda parte del Quijote: la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Cervantes fue soldado a bordo de la nao “La Marquesa” en la batalla naval que se produjo el 7 de octubre de 1571 entre la flota turca y la católica de la Santa Alianza, allá en el golfo de Lepanto, en las lejanas aguas del Egeo. A pesar de estar enfermo, Cervantes pidió a su capitán que le destinara al esquife, puesto de los de mayor peligro, osadía rayana a la temeridad. En el Quijote aparece un personaje, el cautivo, que participó en esta batalla en la que, según sus palabras, se desengañó el mundo y todas las naciones del error en que estaban, creyendo que los turcos eran invencibles por la mar. De este trance, y con tan sólo veinticuatro añitos, salió Cervantes con una herida en el pecho y con su mano izquierda inutilizada, lo que ha servido para que sea común referirse a él como “el manco de Lepanto”. Pero sus desgracias no quedaron ahí, pues, además de sufrir los horrores de la guerra, Cervantes tuvo que probar la amargura de la falta de libertad, y hubo de pasar cinco años cautivo en Argel, tras que fuera apresada la galera “Sol”, en la cual regresaba a España después de varias andanzas por el Mediterráneo. De todas formas, nunca rememoró este episodio con rencor o aversión; muy al contrario siempre lo consideró un momento glorioso de su vida. Si bien el problema turco se arreglaría, según don Quijote, con que el rey católico juntara apenas media docena de los caballeros andantes que vagan por España.
Seguramente, leído lector, habrás caído en la cuenta de que el almirante de la armada católica en esta batalla no era otro que el más insigne, excelso y eximio vecino que jamás haya tenido Leganés. Nada más y nada menos que un hijo de Carlos primero de Castilla y quinto de Alemania; bastardo, eso sí, pero infante de Castilla e infante de Leganés también; conocido por la Historia como don Juan de Austria y por sus vecinos de Leganés como Jeromín. Y en la calle de ese nombre, en el distrito Centro, en lo que era el portalón de entrada al “Patio Callejo”, está la placa con la que recordamos su corta, pero seguro que intensa, estancia en nuestro terruño. Era Jeromín hijo natural del César y de Bárbara de Blomberg y nació en Ratisbona allá por el 1545. Con tan sólo cinco años llegó a Leganés un misterioso niño, del que sólo se sabía que “era hijo de persona principal”; acudió de la mano del ayuda de cámara del emperador Carlos, Adrian de Bois, quien lo alojó en la casa de Ana de Medina, natural del lugar, y de Francisco Massay, músico flamenco de la corte que tocaba la vihuela de arco; y lo puso a cargo del cura, don Bernabé Vela, persona de confianza de Luís Méndez de Quijada (¿pariente de don Quijote?, curioso el apellido para el tema que tratamos), quien, a su vez, era mayordomo del emperador. Parece ser que don Bernabé ponía interés, pero la educación del infante no era la más adecuada; Jeromín dedicaba más tiempo a tirar con ballestilla a los pájaros (quizás en lo que hoy es el patio del colegio que lleva su nombre) que al estudio y a su adecuada formación. Por esta razón se decidió, cuatro años más tarde, trasladarle a Villagarcía de Campos, donde, bajo la tutela de la mujer de Luís Méndez de Quijada, doña Magdalena de Ulloa, culminó su formación y preparación. A buen seguro que don Juan de Austria no olvidaría estos años en Leganés donde pudo disfrutar de un grado de libertad que, con toda probabilidad, le sería desconocido más tarde. Parece, además, que a pesar de estar destinado por su padre a hacer carrera eclesiástica, sus correrías por las huertas de Leganés y los desdichados pajarillos le predestinaron a la carrera de las armas. Haciendo uso de esta profesión y bajo el mandato de su hermano Felipe II, gobernó y condujo la armada católica que destruyó a la flota turca en Lepanto con tan sólo veintiséis años. No hay que olvidar, pues, que este paisano nuestro también dirigió en esa ocasión al mayor ingenio de la literatura castellana, y dichosamente con fortuna.
Pero dejemos atrás los vetustos y añejos recuerdos, nostálgico lector, y sigamos paseando por Leganés. Muy cerca de la calle Jeromín, en la plaza de España, surge una de las estatuas más queridas en Leganés: “Mujer en libertad”, obra en bronce de José Leal. Cuando pasé a su lado recordé uno de los pasajes más bellos del Quijote:
La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre. ¿Puede añadirse algo más? A buen seguro que no.
No lejos de allí, entre el sol y la luna, te podré decir, parafraseando a don Quijote: “con el manicomio hemos dado, amigo lector”. Espero que cuando leas este artículo los responsables regionales de la sanidad se hayan apiadado del edificio y lo hayan rescatado de su segura ruina, y en consecuencia todavía esté en pie su estupenda fachada neomudejar. El falso Quijote del apócrifo Avellaneda acaba sus días como un orate, encerrado en el frenopático de Toledo; pero el genuino, el verdadero, el auténtico muere cuando muere su locura, como dijo el cura: Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano. ¿A quién le interesa la vida de Alonso Quijano “el Bueno”? Pero volvamos a nuestro psiquiátrico: algunos locos ilustres han pasado por la puerta de la antigua Casa de Locos de Santa Isabel o del moderno Instituto Psiquiátrico José Germain; recuerdo, a bote pronto, al poeta Leopoldo Panero, morador del Instituto y vecino nuestro durante muchos años. Los leganenses compartimos con don Quijote ser un referente y un símbolo de la locura y de los locos. Es imposible olvidar las alusiones que sobre el manicomio de Leganés hacen varios literatos del siglo XIX, especialmente Galdós que lo cita varias veces en algunas de sus obras más importantes: “Fortunata y Jacinta”, “La desheredada”, “Misericordia”,... Como muestra un botón: allá por el 1898 se estrenó en el teatro Maravillas de Madrid un disparatado “apropósito cómico-lírico”, titulado “Leganés, 15—3 T”, texto de Felipe Pérez Capo y libreto de Mariano Hermoso y Manuel Chalons, en el cual se explican los dislates y desatinos de la revista representando la obra como creación “de tres de Leganés”; sin más, queda justificado el absurdo de la revista. No olvidemos que, como decía la copla:
Tres cosas tiene Leganés
que no las tiene Getafe:
casa de locos, cuartel
y el huerto del tío Tomate.
De las tres, la casa de locos es la única que queda (no sé por cuánto tiempo); así que digamos como el eclesiástico que reprendía sus locuras a don Quijote cuando el duque hizo gobernador a Sancho: mirad si no han de ser ellos locos, pues los cuerdos canonizan sus locuras.
Pero prosigamos, curioso lector, con nuestro paseo. Me dirijo ahora al barrio del Carrascal y en el camino me tropiezo con el edificio Sabatini, antiguo cuartel saboyano y moderna universidad carolina, edificio del prestigioso arquitecto italiano Francisco Sabatini ¡Qué mejor motivo para recordar el memorable discurso de las armas y las letras que hizo don Quijote! En este discurso, acorde a la profesión que profesaba nuestro caballero, las armas ganan por goleada a las letras; éstas, según don Quijote, deben hacer buenas leyes y garantizar su cumplimiento para lograr una justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo; fin loable y excelso, pero que no alcanza a la finalidad de las armas, que no es otra que la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida. En esto, siento decirlo, los leganenses nos distanciamos de don Quijote, y hace algunos años ya que apostamos por las letras como primera opción para la paz. De todas formas, algunos queremos pensar que, en nuestros días, el bueno de don Quijote habría marchado, a pie o a caballo, a nuestro lado por la paz y en contra de la guerra.
Al cruzar Zarzaquemada en el paseo de La Solidaridad, nos encontraremos con la estatua ecuestre de “Orestes”, de José Seguiri. De la leyenda trágica de este héroe clásico (¡Oye!, de culebrón venezolano: a petición de su hermana, mató a su madre en venganza por el asesinato de su padre) no se acuerda Cervantes, pero sí de su ejemplar amistad con Pílades; a la que pone como comparativo de la que se tuvieron Rocinante y el rucio de Sancho, digo que, dice Cervantes, dicen que dejó el autor escrito.
En la marcha hacia el este por Zarzaquemada, a la altura de la Casa de los Niños (edificio del no menos prestigioso arquitecto José María Pérez “Perídis”), nos hallamos, de improviso, rodeados de los felinos de bronce de la “Plaza de los Gatos”, obra de Adrián Carra. En este lugar ¿cómo no evocar la burla de los gatos que los duques aragoneses le hicieron a don Quijote?, una de las más divertidas y a la vez dolorosa. La bella y cruel Altisidora suspiraba de amor por don Quijote, lo que obligaba a nuestro héroe a realizar ingentes esfuerzos por preservar su castidad y su amor por la entonces encantada Dulcinea; tarea difícil, dado el ardor y la pasión que la adolescente ponía en su quehacer. En esto, ya de noche, don Quijote se asomó al balcón de su aposento en un intento de desengañar a Altisidora; y sin decir agua va fue atacado por una jauría de diablos gatunos que, encencerrados por las colas y encerrados en un saco, atacaron despiadadamente a nuestro caballero; quien, ciego por la oscuridad y sordo por el estruendo, daba cuchilladas al aire en un vano e inútil empeño de defenderse de la legión de fieras endiabladas que miañaban por doquier. La aventura acabó con el rostro de nuestro héroe surcado de arañazos y con sus narices horadadas por los colmillos de un gato que no se arrendó a pesar de las amenazas que profería don Quijote: ¡No me le quite nadie, déjenme mano a mano con este demonio, con este hechicero, con este encantador; que yo le daré a entender, de mí a él, quién es don Quijote de la Mancha! Lo cierto es que nuestra canalla gatesca, es más queda, más sorda y mucho más pacífica.
Seguimos andando, y en el camino nos encontramos la fuente de La Noria, que nos evoca la aventura del barco encantado en el Ebro, en la cual, amo y escudero, estuvieron a punto de morir ahogados o destrozados por una aceña; y en la que no me entretengo ya que se va haciendo tarde y nos queda aún un buen trecho.
Tras atravesar el Carrascal llegamos, andante lector, a la avenida de la Lengua Española; impresionante avenida de amplios carriles, medianas arboladas y paseos ajardinados, que antes simplemente era la carretera de Villaverde. Qué mejor homenaje para la lengua española que el propio Quijote. No deja de sorprender la clarividencia de Cervantes, que, en el prólogo de la segunda parte de don Quijote, en la dedicatoria que hace a Pedro Fernández de Castro, VII conde de Lemos, le dice (¿en tono de sorna?) que ha recibido carta del emperador de China, en lengua chinesca, en la cual le informa que tiene intención de abrir un colegio en China donde se enseñe la lengua castellana y quería que el libro que se leyese fuese el de la historia de don Quijote. Lo cierto es que el Quijote es una obra universal traducida a todas las lenguas cultas, y que ya en su época fue un éxito editorial importante; así, la primera edición en inglés fue en 1612 y en francés en 1614, las dos antes de que saliera de imprenta la segunda parte; los demás idiomas europeos siguieron la serie con celeridad. El vaticinio de don Quijote que de su historia se imprimirían treinta mil veces de millares, sin que el cielo lo haya remediado, se superó hace ya muchas décadas.
En esta avenida, en una de las rotondas de acceso a Parquesur, encontramos una escultura dedicada a “Rocinante”, obra en bronce patinado de Wenceslao Jiménez. Se trata de un Rocinante… ¿cómo decirlo?, sorprendente, portentoso, extraordinario, asombroso, prodigioso, admirable, grandioso, imponente,… A nadie se le escapa que la figura que se nos representa tiene poco que ver (por no decir nada en absoluto) con la idea que todos tenemos de Rocinante y de la descripción que de esta mítica cabalgadura se hace en la novela; Cervantes nos lo pinta flaco, muy flaco, flaquísimo, tanto que se convirtió en el nombre de todos los rocines flacos: estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia y propiedad se le había puesto el nombre de Rocinante. Por contra el autor parece que pretende mostrar la imagen idealizada que de Rocinante tenía don Quijote: fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que “tantum pellis et ossa fuit”, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban. En fin, doctores tiene la escultura, y como los de todas las ciencias y artes han de comer.
Rocinante era, con diferencia, mucho más templado, sosegado y tranquilo que toda la caterva de caballos famosos: no se parecía a Bucéfalo ni a Babieca ni a Pegaso ni a Brilladoro ni a Bayarte ni a Frontino ni a Bootes ni a Peritoa ni a Orelio ni a Hipogrifo ni siquiera a Clavileño el Alígero. Tanto se diferenciaba de ellos que sólo en la batalla contra el Caballero de los Espejos se le conoce a Rocinante haber corrido algo; además, la única ocasión en que sabemos que Rocinante sintió picores y deseos poco castos fue en la aventura de los yangüeses y acabó apaleado, maltrecho y derrengado por los suelos, y con él su caballero y escudero. Pero, a pesar de ser tan diferente, puede encabezar la lista de caballos famosos; aunque se llevara la culpa de la derrota definitiva de don Quijote frente al Caballero de la Blanca Luna. Tan grave fue el cargo que a punto estuvo de ser ahorcado por este delito en el camino de vuelta a la anónima aldea de nuestros héroes; pero el espíritu agradecido de don Quijote no lo permitió: —Pues ni él [Rocinante] ni las armas —replicó don Quijote—, quiero que se ahorquen, porque no se diga que a buen servicio mal galardón.
Me despido de la rotonda, y de la estatua, recordando un trozo del diálogo que, en forma de soneto, mantuvieron Babieca y Rocinante:
Babieca: Metafísico estáis
Rocinante: Es que no como
La avenida de la Lengua Española nos lleva al monumento capital de Leganés relacionado con don Quijote y Cervantes: la escultura de acero corten y bronce titulada “Homenaje a la Lengua Española”, obra de Aurelio Teno. Este Quijote leganense conecta directamente con otros dos monumentos del mismo autor, dedicados al mismo personaje y ubicados en las capitales de los Estados Unidos y de Argentina: Washington, Buenos Aires y Leganés, los tres vértices del triángulo cervantino y atlántico de Aurelio Teno (verdad que da un “no sé qué” el codearse con los más grandes). Con un acusado modelado expresionista, el autor nos representa la figura de don Quijote alzando con sus brazos la cabeza, apenas esbozada, de Rocinante. Las figuras se erigen encima de un voluminoso libro de acero cortén; parece que don Quijote quiere sobrepasar los angostos cañones de la palabra y, con su cabalgadura, volar por las dilatadas llanuras del espíritu, de la misma forma que un idioma no sólo es un mecanismo, más o menos eficaz, de transmisión de información sino que es parte fundamental del acerbo cultural que define y conforma las sociedades de los hombres. El conjunto escultórico está rodeado de flores en un homenaje agradecido y sentido de todos los leganenses a nuestra lengua común, y por extensión a don Quijote y a toda la miríada de personajes literarios, reales o de ficción, que nos permiten vivir desde el sofá, desde el metro, desde la piscina, desde…cualquier lugar, las más remotas aventuras, las más entusiastas pasiones y las más excitantes vidas.
La gran novela de Cervantes, en sí, y los personajes que aparecen en ella, han sido objeto de innumerables estudios, ensayos, conferencias, reflexiones, tesis doctorales, artículos (en algunos casos “articulillos”), ediciones, etc.; y, en consecuencia, también han sido multitud los autores, literatos, filósofos, lingüistas, historiadores, pintores, escultores, intelectuales (en algunos casos “intelectualillos”), pensadores, etc. que de una u otra forma han abordado el tema. Por lo tanto es tarea imposible, y con seguridad ingenua, pretender recoger sumariamente una frase, una afirmación, una imagen, ..., que pueda poner en común tantos y tan diversos puntos de vista, y en algunos casos tan discrepantes; por eso, me limitaré a reproducir la descripción que de la primera parte del Quijote hacía el bachiller Sansón Carrasco cuando le explicaba, al mismo don Quijote, el éxito de su historia: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran.
En fin, paciente lector, parece que nuestro recorrido se acerca poco a poco a su final, y dejando atrás la avenida de la Lengua Española ponemos rumbo al barrio de San Nicasio, en concreto a la avenida del Mar Mediterráneo. Como el mar al que está dedicado, que parece un patio de vecinos gigante, nuestra avenida es donde confluyen varios barrios del distrito de San Nicasio: Ríos, Campo de Tiro y V Centenario, y también el barrio de La Fortuna. La casualidad ha querido, por un lado, que en esta calle esté el colegio que Leganés dedica a la ya glosada batalla de Lepanto, para Cervantes su mayor momento de gloria; y juntarlo con el de mayor dolor para don Quijote, ya que fue en las playas de Barcelona, a orillas del Mediterráneo precisamente, donde nuestro Caballero de los Leones perdió su singular y último lance contra el Caballero de la Blanca Luna, lo que le obligó a retirarse durante un año a su aldea y renunciar al uso de las armas durante ese tiempo. Tremendas condiciones que don Quijote aceptó porque estaba obligado por las leyes de la caballería andante, pero a lo que no estuvo dispuesto fue a reconocer que existiera, ni tan siquiera que pudiera existir, otra más bella que Dulcinea; e incluso estando ya derribado, y el Caballero de la Blanca Luna intimándole con la punta de la lanza en su cuello, revindicó don Quijote su amor y su entrega a la princesa manchega. Se trata de uno de los momentos más tristes de la novela cervantina, donde hasta el más insensible corre riesgo de sentir humedad en los ojos. En cuanto a las emociones que genera, sólo son comparables a las que suscita el diálogo que mantienen amo y escudero cuando, derrotados y abatidos, regresan a su aldea, y Sancho, contagiado del mal de su amo, le anima para pasar el año de penitencia disfrazados de pastores en los montes, selvas y prados de la aldea; incluso don Quijote ya piensa en sus nombres: yo el pastor Quijótiz, y tú el pastor Pancino; pero no se quedó ahí, Sansón Carrasco sería Sansino o Carrascón; el barbero maese Nicolás, Miculoso; el cura, Curiambro; Teresa, Teresona; y Dulcinea, ¡ay!, Dulcinea sólo podía ser Dulcinea.
Para compensar estos sentimientos, quiero informarte, afligido lector, que al margen de esta avenida se erige, sugestivo, el nuevo centro cívico municipal, que está dedicado a José Saramago, un portugués que se ha convertido en una de las glorias de las letras castellanas. El edificio, obra de Manuel del Vals y que de alguna manera evoca la romana plaza de San Pedro, parece querer acoger en su seno diáfano y límpido al visitante e introducirlo, por un patio de agua y plantas, en el templo de la cultura que conforman su gran biblioteca y su magnífico teatro dedicado a José Monleón.
Cuando dejo la avenida del Mediterráneo, recuerdo las desconsoladas y amargas palabras con las que clamó don Quijote cuando salió de Barcelona:
—Aquí fue Troya; aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias; aquí usó la Fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se oscurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para jamás levantarse.
Nuestro periplo llega a su fin, estimado lector, atravieso el barrio de las Provincias, dirección Valdepelayo, y en el altozano de la calle Aragón diviso el colegio público dedicado a la memoria de Miguel de Cervantes. En este punto tan sólo me queda culminar el traslado de su autorretrato:
Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria.
En la aprobación de la segunda parte del Quijote, el licenciado Márquez Torres cuenta que cuando estuvo en Francia, con motivo de las negociaciones de las bodas entre príncipes e infantas de aquel reino y el de España, descubrió que Cervantes era conocido y alabado por los caballeros franceses, no sólo por el Quijote, sino también por “La Galatea” y por sus “Novelas Ejemplares”. El licenciado sigue su relato apenado porque, ante las insistentes preguntas de los franceses sobre la persona de Cervantes, tuvo que confesar que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras: «Pues ¿a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario publico?». Pues que se sepa, afecto lector, que Leganés si honra y ensalza como se merece la memoria de Cervantes y de sus creaciones.
Por todo esto digo que Leganés es, y así debe ser reconocida a partir de ahora, una de las ciudades cervantinas de mayor importancia en España, e incluso en el mundo. De todas formas, habrá ciegos que continuarán viendo una bacía donde reluce el dorado metal del yelmo de Mambrino; pues a esos les proclamo: ¡Leganés, ciudad cervantina!, y quien lo contrario dijere, le haré yo conocer que miente, si fuere caballero, y si escudero, que remiente mil veces.
Así, fiel lector, termino el “articulillo”, y hago mías las palabras de Cervantes en el prólogo de la segunda parte del Quijote: ¿Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro?
Vale.
Para citar este artículo desde el blog:
© Fotografías: José Luis Sampedro y archivo Ayto. Leganés
El artículo está publicado en:
- ARROYO MARTÍN, Francisco. Leganés, ciudad cervantina; en: AA.VV. Jornadas Cervantinas: El Quijote IV Centenario. Leganés. Madrid. Instituto de Estudio Históricos del sur de Madrid «Jiménez de Gregorio» y Ayto de Leganés, 2005, págs. 11-25.
- ARROYO MARTÍN, Francisco. Leganés, ciudad cervantina; en: AA.VV. Memoria: El Quijote IV Centenario. Leganés, editado por Juan Alonso Resalt. Madrid. Instituto de Estudio Históricos del sur de Madrid «Jiménez de Gregorio» y Ayto de Leganés, 2006, págs. 95-111.
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