domingo, 13 de junio de 2010

Rodrigo, el último rey de los godos


La caída del reino visigodo en manos de las hordas musulmanas del norte de África fue de todo punto muy sorprendente, en particular por la rapidez y facilidad con que se produjo. Hay que considerar que el imperio romano necesitó doscientos años en someter a la península ibérica desde que Cneo Escipión pisara las tierras de la desembocadura del Ebro hasta que el gran Augusto diera por terminada la conquista en el año 17 tras someter a las tribus cántabras y vasconas. Lo mismo hay que decir de la Reconquista posterior de los reinos cristianos, que les llevó nada más y nada menos que la friolera de 800 años recorrer el camino de Covadonga a la Alambra.

Bien al contrario, los musulmanes conquistaron toda la península en apenas ¡9 años!: en el 711 pisaron en Algeciras tierras ibéricas por primera vez, y en el 720 conquistaron Narbona, entonces frontera septentrional del viejo y aniquilado reino visigodo, más allá de los Pirineos. Los musulmanes quisieron ir más allá pero los francos resistieron el envite y Carlos Martell pudo situar en Potiers el punto máximo de la penetración musulmana en Europa en el 732. No se verá algo parecido hasta que los castellanos del siglo XVI sometieran a la práctica totalidad del continente americano en apenas unas décadas bajo el yugo y el haz de flechas hispánico

El conocimiento que tenemos del proceso histórico de la invasión se basa en pocas fuentes certeras, pues las principales son los cronicones musulmanes, las crónicas mozárabes, basadas en muchos casos en las fuentes árabes, y los romances y relatos cristianos, en muchos casos versionados, que se fueron produciendo a lo largo del tiempo. La mayoría de estas fuentes no soportan un mínimo análisis crítico, pero han conformado una versión “oficial” del proceso de la invasión musulmana. La novelada Crónica Sarracina o del Rey Don Rodrigo con la destrucción de España de Pedro del Corral, publicada en 1430, fue la obra que compendió todas las tradiciones y estableció la versión más aceptada. Versión, por otra parte, que está en revisión por los historiadores medievalistas; llegando algún autor, concretamente Ignacio Olagüe, a tildar esta invasión como un mito y a afirmar que lo que se produjo fue una revolución islámica en la península fruto del secular arrianismo visigodo.

No compete en este artículo entrar en este laberinto [por atractivo que fuera], y sí centrarnos en la versión más conocida y popular, pues a pesar de ser camino mejor diseñado no le faltan curvas, pendientes y túneles que le hagan interesante.

Para los musulmanes la conquista fue designio de Alá para extender la verdad revelada a su profeta Mahoma; lo normal, vamos. Para los cristianos era, cuanto menos incomprensible, que su Dios les abandonara de esa manera, y descorazonados se lanzaron a descubrir en los renglones torcidos la divina línea recta. Y sólo encontraron una explicación razonable: Dios los castigaba por sus pecados y la penosa reconquista sería su penitencia. Bien…, pero los pecados debieron ser terribles para tal castigo, en consecuencia sólo los pudo cometer lo más señalado de reino: el rey, que no era otro que un tal Rodorico, más conocido bajo la forma castellanizada de Rodrigo, que además tuvo que pecar de manera superlativa. La Historia nos ha presentado a este personaje como la personificación misma del pecado y del mal gobierno, que lejos de ocuparse del bienestar de su reino de sus súbditos y llevar una honrosa vida, se vio arrastrado por las bajas pasiones al más negro lodazal.

Pero…, ¡¿Qué hizo este hombre con consecuencias tan graves?!: pues, folgar con una bella mujer. Ya se sabe: “la jodienda no tiene enmienda”.

La cosa no debió ser tan simple vamos a ver quién era este buen señor. En principio Rodorico o Rodrigo era el gobernador (dux) de la provincia Bética del reino visigodo. A la muerte del penúltimo rey godo, que no era otro que un tal Witiza [otro qué vaya pieza], los nobles visigodos decidieron retomar la tradición germánica de la monarquía electiva en vez del modelo hereditario que poco a poco se había impuesto en la sucesión de los reyes. El hecho es que en el sínodo de Toledo de 710 los nobles, reunidos en cónclave, le nombran rey en contra del Agila, hijo de Witiza. Esto originará una guerra civil entre los partidarios de uno y de otro, Rodrigo controlará las provincias meridionales y los witicianos las más septentrionales. Hay relatos que dicen que el enfrentamiento entre las dos familias venía de antiguo, y ya Witiza encarceló y arrancó los ojos al padre de Rodrigo, Teodofredo, que era hijo del que fue rey godo Rescenvinto. Rodrigo, en venganza, se rebeló contra el rey y le venció en batalla y le envió preso (y también sin ojos) a Córdoba donde murió, proclamándose rey.


Sea como sea, el caso es que el nuevo rey se asienta en al palacio real de Toledo y allí comienzan a acudir los miembros de las familias de la nobleza que acuden como moscas golosas a la miel; una de ellas será su perdición. Pero no será por que no se le avisó, pues cuenta la leyenda que había una torre en Toledo que escondía en su seno el futuro de la monarquía y que todos los reyes godos se habían guardado escrupulosamente de violar su secreto, pues según la tradición el hacerlo traería la destrucción del reino. Popularmente se pensaba que escondía el más fabuloso tesoro que nunca vio ser humano.

Don Rodrigo, bien por avariciosote natural, bien porque necesitara fondos para guerrear, decidió descerrajar la puerta y hacerse con el tesoro si lo hubiera. De nada sirvieron las advertencias de los sabios y ancianos consejeros, Rodrigo estaba decidido, ni las maldiciones ni las consejas de viejas de duendes y fantasmas le amedrentaron.

Ante la vacilación de los guardias y soldados, él mismo dio el postrero empujón a la reja de hierro y bajo la luz de las teas avanzó temeroso y vacilante; pero pudo más la avaricia que el miedo y a la postre llegó adonde había un cofrecillo encima de una hermosa mesa de alabastro. Abrió tembloroso el cofre esperando encontrar algo de valor y lo que halló fue un lienzo con figuras de fieros jinetes armados de sables y lanzas tocados de turbantes con el siguiente lema:

Rey necio: mira los hombres que te arrojarán del trono y subyugarán tu reino


De inmediato comenzaron las figuras a tomar vida y comenzaron a girar en la sala: los relinchos y los cascos de los caballos se confundían con las trompetas, las cajas y los timbales; y los gritos de guerra atronaban bajo los golpes de sables y silbos de saetas,... todo en espantosa algarabía. El rey aterrorizado, se precipitó fuera de la torre y ordenó volver a poner las cancelas y sellar las puertas. Ya era demasiado tarde: pecó aquí el pobre Rodrigo de avaricioso y de soberbio; no serán sus únicos pecados.

Como las desgracias no vienen solas este hombre pilló la sarna y para curarle una joven cortesana acudía todos los días a limpiarle las costras de los comezones, lo que hacía la bella con delicadeza y primor, dicen que con un alfiler de oro. No sabemos hasta dónde le alcanzó la infección, pero una picazón singular en salve qué parte le debió entrar al buen Rodrigo que se quedó prendado de la hermosa doncella. Parece que el rey alargó la enfermedad todo lo que pudo y en este tiempo se las ingenió para verla desnuda lo que le obnubiló por completo el seso y el sexo, y la obsesión de poseer lo que no era suyo no paró hasta que folgo con ella. Para algunos el fornicio fue consentido por la joven bajo la falsa promesa de matrimonio; para otros, simple y llanamente el rey la forzó iracundo tras el pertinaz y reiterado rechazo de la joven. La envidia, la ira y la lujuria cayeron al cesto de los pecados.

Así nos lo cuenta Fray Luis de León en su Oda VII. La profecía del Tajo (Incluido en: Poesía. Fray Luis de León. Ed. Juan Francisco Alcina. Ediciones Cátedra, S.A. Colección Letras Hispánicas, 184. Octava edición de 1997.)

Folgaba el Rey Rodrigo

con la hermosa Cava en la ribera

del Tajo, sin testigo;

el río sacó fuera

el pecho, y le habló desta manera:


«En mal punto te goces,

injusto forzador; que ya el sonido

oyó, ya y las voces,

las armas y el bramido

de Marte, de furor y ardor ceñido.


¡Ay! esa tu alegría

qué llantos acarrea, y esa hermosa,

que vio el sol en mal día,

a España ¡ay cuán llorosa!,

y al cetro de los Godos ¡cuán costosa!


Llamas, dolores, guerras,

muertes, asolamientos, fieros males

entre tus brazos cierras,

trabajos inmortales

a ti y a tus vasallos naturales;


a los que en Constantina

rompen el fértil suelo, a los que baña

el Ebro, a la vecina

Sansueña, a Lusitaña:

a toda la espaciosa y triste España.

Se llamaba esta joven Florinda, si bien se la conoce como La Caba, y era hija del conde Julián, señor de Algeciras y noble de intachable conducta hasta entonces [evidentemente, el elemento dramático no permite que fuera de otra manera] que defendió con valor y fidelidad las plazas visigodas del norte de África frente a las belicosas tribus bereberes que incordiaban (desde siempre: antes y después de convertirse al Islam) esta frontera del reino. Ni qué deciros, el cabreo que debió de coger este don Julián cuando se enteró de la afrenta [de curiosa manera, pues lo dedujo de un huevo podrido que le envió la desdichada], pero este prudente caballero hizo como si la cosa no fuera con él y sin decir nada ni montarle el poyo al picajosos rey, sacó de la corte a su hija con excusas y se retiró con todos sus bienes a la plaza de Ceuta, donde ejecutó su venganza.

Habló don Julián con el gobernador árabe de Túnez, Musa ibn Nusair [al que luego se conoció como el “moro Muza”], y le propuso la conquista del reino cristiano merced a su conocimiento del estado de ruina del reino. Musa, que no debió de fiarse del todo, mandó una avanzadilla de saqueo al mando del comandante bereber Tarif Abu Zara, quien con el conde Julián desembarcaron en Tarifa en la primavera del 711 (el 27 de abril afirman en algunos sitios) y asolaron Algeciras logrando un espléndido botín.

Los historiadores han explicado esta narración como una llamada de ayuda de los viticianos a los bereberes, quienes acudieron gustosos y presurosos. Ciertamente veremos que, bien por acción o por omisión, los viticianos favorecerán la penetración de los bereberes (capitaneados por árabes, eso sí) en la península.

El caso es que Tarif marchó a Túnez a contar a su emir lo sucedido, y dejó al mando a Táriq Ibn Ziyad con la instrucción de aprestar un nuevo y más numero ejército que repitiera la incursión peninsular. Lo que así se hizo; desembarcando en Gibraltar (el monte de Tariq, en árabe: Chabal Táriq) con una tropa ya bastante numerosa. Cuando llegaron las nuevas al rey Rodrigo, en vez de lanzarse presuroso a la defensa de su reino y repeler con fuerza y determinación a los invasores, indolente y remolón prefirió mandar a su sobrino Íñigo, quien sufrió la primera derrota cristina en la península en abril de 711 encontrando además la muerte. La pereza entra en la cuenta de pecados, pero lo cierto es que el hombre debía de estar enfrascado en al pelea fraticida con los nobles que apoyaban a los viticianos allá por el norte peninsular.

Estos dos desembarcos en muchas versiones se funden en uno sólo, y en general los historiadores tienden a no dar crédito al primero de Tarif Abu Zara. Pero si hay más acuerdo entre los historiadores en considerar que tras estos primeros escarceos y convencidos de la veracidad de las informaciones del conde Julián, los musulmanes decidieron preparar un desembarco en regla y comenzaron a llegar en oleadas hombres armados a las costas visigodas. Tras conocer este desembarco y la derrota de su sobrino, parece que el rey Rodrigo alcanzó un pacto con los viticianos para unir sus fuerzas frente al invasor y en el camino hacia el sur las hordas visigodas fueron levantando hombres suficientes para detener la invasión.

Así fue el desembarco para Fray Luis de León:

Ya dende Cádiz llama

el injuriado Conde, a la venganza

atento y no a la fama,

la bárbara pujanza,

en quien para tu daño no hay tardanza.


Oye que al cielo toca

con temeroso son la trompa fiera,

que en África convoca

el moro a la bandera

que al aire desplegada va ligera.


La lanza ya blandea

el árabe cruel, y hiere el viento,

llamando a la pelea;

innumerable cuento

de escuadras juntas veo en un momento.


Cubre la gente el suelo,

debajo de las velas desparece

la mar; la voz al cielo

confusa y varia crece;

el polvo roba el día y le escurece.


¡Ay!, que ya presurosos

suben las largas naves. ¡Ay!, que tienden

los brazos vigorosos

a los remos, y encienden

las mares espumosas por do hienden.


El Eolo derecho

hinche la vela en popa, y larga entrada

por el Hercúleo Estrecho

con la punta acerada

el gran padre Neptuno da a la armada.

Los visigodos llegaron a las tierras del litoral al principio del verano de 711 y se encontraron con las tropas musulmanas, gobernadas por el conde don Julián y Tariq, en el río Guadalete. Se formaron tres cuerpos de ejército, los flancos a la orden de los hijos de Witicia, Sisberto y Oppas, y la manguardia comandada directamente por el rey. El combate duró una semana y terminó el 26 de julio con la derrota y muerte de Rodrigo. Según la tradición, la derrota se debió a la traición de los viticianos que tras convenir con Tariq que se les respetaría su estatus y que se les devolverían todas las posesiones de su padre, desertaron del ejercito godo, abandonando a su suerte a su fraternal enemigo Rodrigo en lo más enconado de la batalla.


Fray Luis nos cuenta la batalla de esta manera:

¡Ay, triste! ¿Y aún te tiene

el mal dulce regazo? ¿Ni llamado

al mal que sobreviene,

no acorres? ¿Ocupado,

no ves ya el puerto a Hércules sagrado?


Acude, acorre, vuela,

traspasa la alta sierra, ocupa el llano;

no perdones la espuela,

no des paz a la mano,

menea fulminando el hierro insano.»


¡Ay, cuánto de fatiga,

ay, cuánto de sudor está presente

al que viste loriga,

al infante valiente,

a hombres y a caballos juntamente!


Y tú, Betis divino,

de sangre ajena y tuya amancillado,

darás al mar vecino

¡cuánto yelmo quebrado,

cuánto cuerpo de nobles destrozado!


El furibundo Marte

cinco luces las haces desordena,

igual a cada parte;

la sexta, ¡ay!, te condena,

¡oh, cara patria!, a bárbara cadena.

La muerte de este rey también está acompañada de una áurea misteriosa, pues jamás se encontró su cadáver; aparecieron sus ropas, su corona de oro, su bandera y estandarte, su armadura, su espada y su lanza, incluso su caballo, Orelia, pero nunca apareció su cuerpo. Con el tiempo, cuentan algunas crónicas, que apareció un tumba en Viseu (Portugal) con al inscripción Aquí yace Rodorico, rey de los godos. Pero hoy por hoy se desconoce absolutamente dónde puedan estar los restos del rey Rodrigo.

De igual forma, también se pone en duda que la batalla tuviera lugar en los márgenes del río Guadalete y se han propuesto otras muchas localizaciones del Wadi Lakk (río del Lago) de las fuentes árabes: río Barbate, laguna de La Janda, el mismo Barbate, río Sidonia, etc. Parece que queremos emular a los antiguos galos y modernos gabachos y enterrar en el olvido el lugar de tan ignominiosa derrota, igual que ellos hicieron con la ignota Alesia.

A partir de aquí, el reino visigodo se desmoronó como un castillo de naipes. Destacar que algunos miembros de la familia de los viticianos facilitaron la penetración árabe-berebere, en particular el arzobispo de Toledo Oppas (que también lo había sido de Sevilla), contribuyendo a la sospecha de que hubo tratos de esta facción con los musulmanes, pero tampoco consta que estos exigieran a los musulmanes que cumplirán ningún acuerdo. Bien es cierto que muchos nobles visigodos (incluidos algunos príncipes de la Iglesia) abrazaron con fervor la religión de los vencedores y con ellos el resto de la población; pero algo parecido habían hecho ya con Hermenegildo cuando renunciaron a su arrianismo para abrazar el cristianismo romano.

La falta del cadáver de este último rey godo dio origen a una varias leyendas, entre la más conocida está la que cuenta que derrotado y humillado se refugió en las montañas donde encontró a un ermitaño con el que se confesó del incestuoso pecado que había cometido. No queriéndole absolver el ermitaño por la gravedad del pecado, se oyó una voz que le pedía al ermitaño que le absolviera con la penitencia adecuada. Ni corto ni perezoso y con bastante mala leche, el ermitaño le puso de penitencia tapiarlo vivo con una culebra de siete cabezas. De cuando en cuando se acercaba el ermitaño a preguntar por el estado del infausto rey, y en una de estas le contestó Rodrigo el penitente:

Vame bien, que la culebra

a comerme ha comenzado,

ha comenzado a comerme

por donde más he pecado.

Del pito llegó al corazón y así encontró Rodrigo el perdón de sus pecados, y las campanas tañeron diciendo:

¡Dichoso del penitente

que para el cielo camina!

Así acabó este rey que atesoró en vida todos los pecados capitales. Es cierto que la gula no aparece en el relato, pero quién nos dice que cuando miraba con ojos libidinosos a la exuberante Florinda bañarse desnuda en el esguazo del Tajo, Rodrigo no se estaba metiendo entre pecho y espalda una sabrosa perdiz a la toledana (por ejemplo).

Aquí el romance Penitencia de Rodrigo completo

Don Rodrigo estaba malo,

cama de rosas tenía,

la Muerte a su cabecera

haciéndole compañía.

—Por Dios te pido, la Muerte,

año y medio más de vida.

—Sólo te dejo, Rodrigo,

hora y media no cumplida.

Por el Val de las Estacas

va Rodrigo en aquel día,

relumbrando van sus armas

como el sol de mediodía.

Bajó unas vegas abajo,

subió unas sierras arriba,

donde cae la nieve a copos

y el agua menuda y fría,

donde canta la culebra,

la sierpe le respondía,

y se encontró a un ermitaño

que vida santa allí hacía.

—Por Dios te pido, ermitaño,

por Dios y Santa María,

que me digas la verdad

y me niegues la mentira:

el que duerme con mujeres

si tiene el alma perdida.

—El alma perdida, no,

no siendo hermana o prima.

—Ésa fue la mi desgracia,

ésa fue la mi desdicha,

que dormí con una hermana

y una prima que tenía.

Confiésale, el ermitaño,

por Dios y Santa María.

—Confesado ya estás, hijo,

yo absolverte no podía;

el que duerme con hermana

se condena en la otra vida.

Estando en estas razones,

una voz del cielo oía:

—Absuélvelo, confesor,

absuélvelo, por tu vida,

y dale de penitencia

conforme lo merecía.

Lo metiera en una tumba

con una culebra viva,

de siete varas de largo,

siete de cola tendida;

la culebra era muy brava,

siete cabezas tenía.

El bueno del ermitaño

tres veces iba allí al día:

una iba a la mañana,

otra iba al mediodía,

otra iba por la tarde

cuando oscurecer quería.

—¿Cómo te va, penitente,

con tu mala compañía?

—La compañía era buena,

mejor que yo merecía.-

—¿Cómo te va, penitente,

penitente aventajado?

—Vame bien, que la culebra

a comerme ha comenzado,

ha comenzado a comerme

por donde más he pecado.

Ya me llega al corazón,

que era lo que más sentía,

si me quieres ver morir,

trae una luz encendida.

Campanas de siete torres

de par en par se tañían.

¡Dichoso del penitente

que para el cielo camina!

Referencias en la red:

http://jimeneydas.blogspot.com/2008/02/romance-del-rey-rodrigo.html

http://cuestadelzarzal.blogia.com/2007/011201-penitencia-de-rodrigo.php

http://www.museoferias.net/julio2001.htm

http://www.fortunecity.es/arcoiris/chacra/174/rey.html

http://www.scribd.com/doc/20058904/Leyenda-del-Rey-Rodrigo

http://www.fley.finalternativo.com/blog/index.php?/archives/14-Rodrigo,-el-ultimo-rey-godo.html

http://www.biografiasyvidas.com/biografia/r/rodrigo.htm

http://www.almendron.com/historia/medieval/invasion_arabe/invasion_11.htm

http://es.wikipedia.org/wiki/Rodrigo

http://members.fortunecity.es/edepaz/visigodos.htm

© Francisco Arroyo Martín. 2010

Para citar este artículo desde el blog:

ARROYO MARTÍN, Francisco. Rodrigo, el último rey de los godos. (http://elartedelahistoria.wordpress.com/2010/06/13/rodrigo-el-ultimo-rey-de-los-godos/). 2010