domingo, 27 de enero de 2008

Pena de muerte en el siglo XVII

Pena de muerte en el siglo XVII
Por Francisco Arroyo

Muchos eran los delitos que estaban penados con la muerte en el siglo XVII, algunos verdaderamente triviales para el estándar del pensamiento actual, pero en esos años la vida humana parecía tener una cotización claramente a la baja, sin ir más lejos la homosexualidad podía llevar a los infelices amantes a la horca sin apenas posibilidades de remisión. De todas formas, para los ojos de la justicia, que entonces no era ciega, a lo sumo tenía una ligera catarata, no sólo importaba el delito, sino que se ponderaba también al delincuente; así para que un noble fuera condenado a muerte su falta tenía que haberse cometido contra el rey, contra otro noble o que fuera de tal tamaño, crueldad o saña, que fuera imposible de parar una revuelta social ante otra pena menor.

Tampoco existía una misma forma de ejecutar; los sistemas variaban en función de los orígenes sociales de los condenados al que se añadía la variante de la tipología del delito; también se aplicaban atenuantes y agravantes en la forma de morir en función de la gravedad del delito y de la alarma social que se hubiera generado.

Generalmente, los nobles solían morir degollados ya que se consideraba una muerte más digna, entre otras cosas, porque al tratarse de una muerte rápida apenas generaba sufrimiento en el momento de la agonía del condenado. Pero el sistema más extendido y usual era la horca; dentro de las variaciones locales, lo normal era un estructura tremendamente simple, como la muerte: un cadalso de madera al que se accedía por una pequeña escalinata, tres tableros de los que pendía un fuerte cordel, que algunas veces era de cuero en vez de pita, y un entarimado desde el cual el reo se precipitaría al vacío y comenzaría su trágico y fatal baile con la muerte.

Si el delito era juzgado por el tribunal religioso de la Inquisición, lo normal era que los condenados fueran quemados vivos en hogueras. Esos condenados lo eran por realizar prácticas heréticas; mayormente eran criptojudios o seguidores de las distintas ramas protestantes, si bien el elenco de posibles delitos era amplísimo. A diferencia de lo que pasó en la mayor parte de países europeos, donde la brujería, el satanismo y demás prácticas que hoy definiríamos como exotéricas, produjeron una infinidad de condenados a muerte por los tribunales religiosos, tanto en los católicos como en los de las distintas iglesias reformadas, destacando el especial encono de los calvinistas, en España fueron relativamente pocos los condenados por estas prácticas que en la mayoría de los casos acaban con penas de rango inferior: azotes, escarnios públicos, mutilaciones de orejas,…

Hay que señalar que oficialmente la Inquisición no condenaba a muerte, ya que lo prohíbe taxativamente el quinto mandamiento de la Iglesia Católica; la engañifa jurídica consistía en que el tribunal eclesiástico “relajaba” a los condenados al “brazo secular” para que fueran los tribunales civiles quienes decretaran la pena capital.

Dado que el supuesto fin de las condenas de la Inquisición era la redención pública de los pecados y se buscaba con ello el ejemplo moralizante y reparador del castigo y del arrepentimiento, las ejecuciones se revestían de una gran parafernalia, boato y aparato escénico; eran los que se conocían como “Autos de Fe”, en los cuales se leían los delitos cometidos y las condenas impuestas y se imploraba la misericordia divina para el perdón de los pecados. En este orden de cosas, si lo condenados mostraban sincero arrepentimiento, en una muestra de pretendida clemencia eran degollados antes de prender la hoguera; los que persistían en sus creencias o en su inocencia, irremediablemente ardían entre tremendos alaridos de dolor; pero también podía darse el caso de que los condenados hubieran fallecido antes de la ejecución, bien por muerte natural o por el castigo sufrido en el tormento, o que hubieran logrado fugarse [caso raro por cierto] o juzgados en su ausencia, en estos casos se quemaban sus esfinges en forma de muñecos de madera, paja trapos y cera; incluso en algunos casos se llegó a quemar a cadáveres exhumados de sus tumbas.

Por último, estaba el descuartizamiento del penado. El sistema consistía en atar cada uno de los brazos y piernas del infortunado a un animal de tiro, caballo o mulo; después se picaba a cada uno en direcciones contrarias hasta que los miembros se iban desencajando y desprendiendo del cuerpo.

Para mayor escarnio y a modo de advertencia pública, los despojos humanos se mostraban durante varios días en la picota, donde los pájaros y otros animales daban cuenta de ellos. Muerte atroz y violentísima que se reservaba para los condenados en delitos de “lesa majestad”, lo que por suerte era poco habitual.

En muchos casos la pena de muerte se conmutaba por lo que se conocía como “muerte en vida”, se trataba en enviar al penado a servir a las galeras del rey. La muerte en el cadalso se solía cambiar por veinte años atado a la bancada de un remo, tiempo de redención que dudo que alguien haya alcanzado jamás, ya que lo normal era que los condenados duraran apenas media docena de años. Para los que conseguían superar la decena de años existían cofradías y hermandades religiosas que instaban a su perdón y liberación, lo que solían conseguir ya que se consideraba que si habían superado tan tremendo castigo durante tanto tiempo sólo podía deberse a la intercesión divina.

De todas formas la conmutación de la pena capital a veces conseguía efectos tremendamente perniciosos para el infortunado reo. Como ejemplo os contaré un espeluznante caso que ocurrió en Madrid allá por los primeros años de este siglo cuando tres jóvenes, dos hombres y una mujer, fueron condenados a muerte. El caso es que la mujer era menor de edad ya que apenas frisaba los dieciséis años, y el tribunal en un acto de clemencia le permutó la pena capital por otro castigo inferior; en concreto que se le dieran doscientos latigazos, se le cortaran las orejas y por último se le colgara de los cabellos en plaza pública. El castigo se aplicó con el rigor y minuciosidad que acostumbraban los tribunales castellanos de la época, a causa del cual, la desgraciada muchacha murió dos días después por la gravedad de las heridas que sufrió en su suplicio. En este caso si puede decirse que fue peor el remedio que la enfermedad.

Pero lo peor no es recordar el pasado, lo peor es constatar que en multitud de países de hoy en día aún se sigue practicando la pena de muerte como pretendido remedio del delito y con ejecuciones tan atroces y crueles que en nada tienen que envidiar a las comentadas. Sirva este relato para contribuir en la medida que sea a eliminar esta lacra de las sociedades humanas. Y por esto quiero recomendaros la lectura de un artículo titulado Un reo de muerte que Mariano José de Larra publicó en El Mensajero allá por el 1835; en el cual, ya entonces, clamaba en contra de «este hábito de la pena de muerte, reglamentada y judicialmente llevada a cabo en los pueblos modernos con un abuso inexplicable, supuesto que la sociedad al aplicarla no hace más que suprimir de su mismo cuerpo uno de sus miembros».

[Quiero agradecer a Alicia Lindell que nos hay recordado a este autor en un reciente comentario publicado en el rincón de Pumuki; lo que me ha permitido releer algunos de sus artículos: la verdad es que hoy el blog de Larra no tendría precio]


Por último si queréis indignaros un poco con la vista de países que aún mantienen vigente este atroz castigo podéis visitar esta dirección:
http://www.es.amnesty.org/temas/pena-de-muerte/pagina/miles-de-personas-condenadas/

© Francisco Arroyo Martín. 2008

Para citar este artículo desde el blog:
ARROYO MARTÍN, Francisco. Pena de muerte en el siglo XVII.
http://franciscoarroyo.blogspot.com/2008/01/pena-de-muerte-en-el-siglo-xvii.html
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27 de enero de 2008.


viernes, 4 de enero de 2008

Las nodrizas en la Corte de los Austrias

Las nodrizas en la Corte de los Austrias
Por Francisco Arroyo

Criar un hijo en el siglo XVII no era ni de lejos una tarea fácil: la mortalidad infantil era muy elevada y superar los dos o tres años de edad era una verdadera prueba de supervivencia. De esta triste realidad no escapaban ni los príncipes; destacando en este aspecto Felipe IV que tuvo once hijos legítimos* con dos esposas [con la primera, Isabel de Borbón, contrajo matrimonio a la tierna edad de ¡siete añitos!, y la novia nueve; si bien no lo consumaron hasta cinco años después, con la llegada de la pubertad... Pero, volvamos al tema central]. Bueno, pues el caso es que de los legítimos sólo llegó a la edad adulta el que fuera su sucesor, el infortunado Carlos II; Baltasar Carlos se malogró con diecisiete años; Felipe Próspero apenas duro cuatro; María Eugenia no llegó a los dos; y los siete restantes murieron todos con menos de un año de vida.

Ante esta situación, y dada la importancia de los vástagos reales para la propia pervivencia de la monarquía, era lógico que se extremaran los cuidados y atenciones hacia los jóvenes infantes; y uno de los aspectos de mayor consideración era la elección de adecuadas y suficientes amas de cría para garantizar sobrado alimento a los lactantes. Las nodrizas y amas de cría nunca gozaron de buena fama; su consideración social corría paralela a la mala imagen que se tenían de las madres que no amamantaban a sus hijos. Pero en las Cortes de los reyes castellanos era habitual su presencia al menos desde el siglo XII, llegando incluso a regularse los criterios de selección de las nodrizas en el cuerpo constitucional castellano: nada menos que en las mismísimas Partidas; así, en la segunda partida, en la ley tercera del capítulo VII, se recogen las características que debían tener estas amas de cría. En primer lugar se establece un criterio de salubridad; así, por un lado, debían estar "sanas, hermosas y con leche asaz"; por otro lado se establecían prohibiciones étnicas-religiosas ya que las nodrizas debían ser de "casta pura", lo que significaba que no podían ser judías ni musulmanes, ni siquiera ser descendientes; y, por último, consideraciones morales, ya que tenían que ser de "buenas costumbres y no sañudas".

Hoy podríamos entender la primera observación, pero las dos últimas sólo se alcanzan a comprender bajo la creencia de que la leche era transportadora de valores espirituales y de carácter, y una mala elección podría contaminar las cualidades y virtudes del linaje familiar transmitido por el fluido esencial: la sangre. Por esta razón, dentro de palacio, la elección de nodrizas se hacía con el máximo esmero y cuidado, llegándose incluso a formar juntas de médicos y fisonomistas para seleccionar a las mujeres más propicias. Además, se procuraba que hubiera una gran cantidad de ellas dispuestas en todo momento; por seguir con el citado Carlos II, señalar que fue amamantado por... ¡31 nodrizas!, y contaba, además, con otras 62 de repuesto**; si bien hay que considerar que este caso siempre fue de particular consideración, ya que se trataba del único y último hijo varón que le quedaba a Felipe IV, y todo esfuerzo, por grande que fuera, siempre sería poco si se fracasaba en el objetivo de mantener la línea dinástica.

Estas mujeres, durante el tiempo que prestaban sus servicios, gozaban de una protección legal específica, y en particular, cualquier agresión de tipo sexual podía ser calificada como traición porque podría afectar a su labor amamantadora, y el agresor, entonces, padecer todo el rigor de la justicia castellana de entonces, que era mucho. Durante el tiempo que estaban empleadas en las labores de cría, estas mujeres recibían un salario de las arcas reales; y una vez acabada su función y si su trabajo había sido satisfactorio solían verse premiadas con pensiones o empleos concejiles para sus maridos o hijos, si bien esto no pasaba en todos los casos. También conviene señalar que son abundantes las nodrizas que aparecen en las relaciones de los domésticos de Palacio de los distintos Austrias que llevan aparejado el “doña” a su nombre, todo un signo de que también se buscaban estas amas de cría en los sectores sociales de mayor raigambre social. La mayoría de estas mujeres no mantenían una relación continuada con sus "hijos de leche", y lo habitual era que abandonaran el servicio en palacio una vez terminada su labor, pero en algunos casos que permanecieron en la Corte pudieron ejercer una influencia sentimental sobre los miembros de la familia real nada desdeñable; así, es conocido el caso de doña Ana de Guevara, que fue nodriza de Felipe IV, y el importante papel que jugó en las intrigas que precipitaron la caída, en 1643, del en otro tiempo todopoderoso conde duque de Olivares, pero no fue lo normal.

Evidentemente nodrizas había en todas las casas con lactantes en la cual la madre no pudiera darles el pecho, y donde no podían faltar era en los hospicios y expósitos que entonces eran muchos. Estos locales, generalmente gestionados por ordenes religiosas, a la hora de seleccionar a las mujeres exigían lo mismo que el rey: salud, buenas costumbres y fe en Dios, pero se diferenciaban en el sueldo, apenas una decena de maravedíes al día, lo que equivalía a media docena de huevos, si bien se podía cambiar el salario por el pago en especie de comida y ropa si prestaban sus servicios de forma interna y continuada en la institución.

Por último señalar que la prohibición de amamantar a niños por amas de cría de otra fe religiosa no era exclusiva de los católicos, pues similares vetos existían en las religiones judías y mahometanas; que en la intolerancia, como en otras muchas cosas, se diferencian poco una de las otras.

En los siglos XVIII y XIX, en las Cortes borbónicas [y en las inclusas, ya que en ambos sitios se seguía practicando una selección similar] la elección de las nodrizas era ya toda una especialidad y los criterios de idoneidad estaban ya muy definidos y reglamentados:

1. Tener una edad entre diecinueve a veintiséis años
2. Complexión robusta y buena conducta moral
3. Estar criando el segundo o tercer hijo; es decir haber tenido al menos dos partos
4. Leche, no más de noventa días
5. No haber criado hijos ajenos
6. Estar vacunada
7. Ni ella ni su marido, ni familiares de ambos, habrán padecido enfermedades de la piel
8. Será circunstancia preferente que la ocupación de su marido sea la del cultivo del campo

Durante este siglo también se especializó el origen de las amas de cría, destacando en particular por su número las mujeres cántabras del valle del Pas. Como la mujer de la imagen, Francisca Ramón González, natural de Peñacastillo, que fue ama de cría de la reina Isabel II y tuvo el honor de verse retratada por Vicente López.

© Francisco Arroyo Martín. 2008

Para citar este artículo desde el blog:
ARROYO MARTÍN, Francisco. Las nodrizas en la Corte de los Austrias.

http://franciscoarroyo.blogspot.com/2008/01/las-nodrizas-en-la-corte-de-los.html.
4 de enero de 2008.

Referencias de la imagen:
Francisca Ramón, Nodriza de Isabel II. 1830. Palacio Real de Madrid. Vicente López


* Y nada menos que, según se decía en los mentideros de entonces, unos cuarenta naturales, de los cuales sólo reconoció a Juan José de Austria

** Las “titulares” se dedicaban de forma exclusiva a los infantes, y a la vez sus hijos eran amantados por las nodrizas de “reserva” conjuntamente con los suyos propios.