viernes, 7 de diciembre de 2007

La prostitución en el Madrid del siglo XVII

La prostitución en el Madrid del siglo XVII
Por Francisco Arroyo

A pesar de que en un primer momento pudiera parecer lo contrario, los criterios morales respecto a la prostitución eran bastante laxos en la sociedad barroca española. Baste decir que dentro de la organizada y reglamentada estructura militar de los tercios, se contemplaba la presencia de un determinado número de mujeres públicas por cada unidad militar, además se indicaban como debían ser sus vestidos o los lugares y momentos en los cuales podían ejercer su oficio, entre otros aspectos, incluso la oficialía llegaba a establecer las tasas y honorarios de estas mujeres. No se puede decir lo mismo en el caso de la prostitución masculina, ya que las relaciones "contra Natura" eran consideradas como el pecado nefando y se castigaban con extremo rigor, en algunos casos con la muerte; y esto ocurría independientemente del sexo de los amantes.

Como pasaba en todas las grandes urbes del reino de Castilla la práctica de la prostitución se venía regulando al menos desde 1337 con el Ordenamiento de Alfonso XI. Destacando particularmente las ordenanzas sevillanas de 1553, que servirán de modelo para el resto de las normas municipales. Quizás la principal característica de estas normas era que no proscribían la prostitución sino que lo que prohibían era que se ejerciera en cualquier lugar y que pudieran confundirse las prostitutas con el resto de mujeres.

En esta línea, la principal preocupación de los dirigentes municipales madrileños no era la preservación de la castidad y la honra, sino mantener en lo posible el orden público y una pacífica convivencia. El organismo de vigilar y controlar la prostitución en la capital de la monarquía hispánica era la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, excepto en el propio Palacio Real, donde los oficiales municipales carecían de jurisdicción. A diferencia de lo que ocurre en nuestros días, los ayuntamientos tenían importantes competencias policiales y judiciales, siempre en primera instancia, sobre un gran número de aspectos de la vida social. Por un lado aplicaban las leyes generales del reino y, por otro, las ordenanzas y disposiciones de estricto carácter local que se aplicaban únicamente en su ámbito jurisdiccional [que en el caso de Madrid, en algunos asuntos, abarcaban también a su "Tierra" o alfoz].

La ordenanza que en los primeros años del siglo XVII regulaba la práctica de la prostitución en Madrid, entre otros muchos aspectos, era el Pregón General para la governación de esta Corte [1] donde se recogía la necesidad de separar las “damas y mujeres honrosas” de las “cortesanas enamoradas”. A este objeto se obligaba a la residencia obligatoria de las prostitutas, y a la ubicación de los burdeles, en un barrio determinado; en concreto, en Madrid se estableció que fuera en el barranco de Lavapiés, lo que hoy es el barrio de su mismo nombre.

Además se establecía que la actividad de cualquier mujer enamorada ramera o cantonera, debía estar supervisada por la propia Sala y tan sólo se permitía el ejercicio de su oficio en casa pública y sin dependencia de rufianes [2], bajo una pena de cien azotes y la pérdida de sus vestidos y enseres; así se les prohibía vestir sedas y demás telas lujosas o portar joyas. La norma también prohibía la práctica sexual en caso de tener enfermedades venéreas so pena, también, de cien azotes y el destierro de la ciudad, castigo que se hacía extensivo a quien sabiéndolo no lo denunciara; a este fin los cirujanos de la Cárcel de Corte tenían entre sus obligaciones visitar periódicamente “el barranco”. También se mandaba que cada burdel o mancebía debía contar con un padre y una madre que debían garantizar el cumplimiento de la normativa, el orden público y el pago de los aranceles de la propia casa a las arcas municipales; no pudiendo tratar bajo ningún concepto con las prostitutas por el uso de su oficio, tan sólo podían cobrarlas por la ropa limpia, la comida, el uso del ajuar, etc. También estaba prohibido portar cualquier tipo de arma dentro de los burdeles, con el objetivo de eliminar en lo posible las peleas y desórdenes que inevitablemente se relacionaban con este mundo de hampa y bajos fondos; a este fin también se prohibían la venta de bebidas y los juegos de azar [Si hacemos caso a la imagen no pasaba lo mismo en los burdeles de los Países Bajos holandeses].

El afán reglamentista llegaba a establecer unos requisitos para ser prostituta, como eran ser mayor de doce años, ser huérfana o de padres desconocidos, no ser noble y haber perdido la virginidad antes de iniciarse en las labores del sexo, entre otros. El juez, antes de otorgar el oportuno permiso, tenía la obligación de persuadir a la muchacha para que no eligiera tan negro destino.

Por otro lado, los sectores religiosos más estrictos intentaron por todos los medios erradicar la prostitución de la ciudad; así vemos como los jesuitas presionaron para que la Sala ordenara el cierre de los burdeles durante fechas señaladas del calendario religioso; o, también, las habituales “misiones” para redimir las almas pecadoras de estas mujeres, que habitualmente se hacían todos los 22 de julio, día de santa María Magdalena, y los viernes santos, y que solían acabar con un buen número de ellas en el convento de las arrepentidas de Atocha.

A pesar de todo, limitar y reglamentar la prostitución era tan complicado como poner puertas al campo, e inmediatamente después de proclamarse las reglas se buscaban medios para saltarse la norma. Así se constatan innumerables expedientes en la documentación de la Sala que tenían como fin sancionar el establecimiento ilegal de cortesanas enamoradas fuera de los lugares acotados para ella, muchas de ellas casadas en matrimonios de conveniencia con sus propios rufianes o con maridos resignados; actuaciones de castigo que, dado su elevado número, se fueron limitando a las calles y zonas principales de la ciudad. Esta situación llevó a Felipe IV a prohibir la práctica de la prostitución con varias pragmáticas en 1623, de nuevo en 1632 y otra vez en 1661; pragmáticas que como tantas y tantas leyes de la época no tuvieron ningún resultado práctico, tan sólo agravar y hacer más difícil la vida de estas mujeres.

© Francisco Arroyo Martín. 2007

Para citar este artículo desde el blog:

ARROYO MARTÍN, Francisco. La prostitución en el Madrid del siglo XVII. http://franciscoarroyo.blogspot.com/2007/12/la-prostitucin-en-el-madrid-del-siglo.html
7 de diciembre de 2007.

Referencias de la imagen:

Escena en un burdel. 1650. Nicolaus Knüpfer

Rijksmuseum o Museo Nacional de Ámsterdam. Holanda.



[1] Archivo Histórico Nacional, Consejos, Sala de Alcaldes de Casa y Corte, Libro 1199.

[2] Que así les denominaba a los proxenetas.


lunes, 12 de noviembre de 2007

Cuando Dios quiso acabar con esto

Cuando Dios quiso acabar con esto
por Francisco Arroyo


Parece ser que en 1642, Dios estaba un pelín enojoso con los españoles. Así lo recogen los avisos que un jesuita madrileño escribía al padre general de la orden el 16 de agosto de 1642.

El caso es que hubo una gran tormenta en Burgos; tan grande que se hundió el crucero de la catedral y derribó algunas de las agujas que coronaban, y coronan aún, sus esbeltas torres y campanarios. Si esto pasó con la catedral, imaginaos lo que debió pasar con las casas y edificios de la ciudad y de la comarca. Arcos quedó prácticamente arrasado, muriendo muchos de los moradores de las casas; se dice que fueron incontables los árboles que arrancó la tormenta a su paso; y no menos fueron los caseríos y granjas arrasadas, los viñedos arrancados a cuajo, y las huertas y campos de cultivo destrozadas. En la Rioja llovieron piedras como ladrillos de grandes. Con tanta fuerza rugieron los elementos, que cuentan las crónicas que el agua de los ríos se revolvió y ascendía ribera arriba. Tal estrépito y fragor maravillaba y aterraba a todos, creyendo muchos que era el fin del mundo lo que llegaba.

Pero lo más terrorífico fue cuando en Burgos tronó con fuerza inusitada un espanto bramido que decía:

¡Déxame acabar de una vez con esto!

De lo cual dedujeron y conjeturaron que Dios estaba airado con los españoles y que alguna alma piadosa se interponía y le intentaba apaciguar.

Lo cierto es que eran momentos difíciles para la monarquía católica: Portugal y Cataluña estaban en franca rebelión; la primera con la elección de un nuevo rey, Juan IV, en vez de Felipe IV; y los catalanes habiendo nombrado a Luis XIII de Francia como conde de Barcelona y en consecuencia príncipe y señor de Cataluña. Lidiaban las tropas realistas de Felipe IV en los dos frentes y con ventura adversa en esos días. Además se había conocido una conspiración en Andalucía, inspirada por el duque de Medina Sidonia, para constituirse en un reino independiente; y otra similar en Aragón por el de Hijar. En esa situación no era raro que un desastre como el que describe el padre jesuita se pensara en esos momentos que sólo era posible por la ira de Dios.

Pero lo más curioso es la última conjetura en la cual un ánima bondadosa le sujeta, como si de un bravucón tabernario se tratara, para que calme su ira y detenga su furia.

Recogido por: VALLADARES, Antonio. Semanario Erudito. Madrid: Antonio Espinosa, 1740. t. 33, p. 16.

© Francisco Arroyo Martín. 2007

Para citar este artículo desde el blog:

ARROYO MARTÍN, Francisco. Cuando Dios quiso acabar con esto. 12 de noviembre de 2007. http://franciscoarroyo.blogspot.com/2007/11/cuando-dios-quiso-acabar-con-esto.html

martes, 7 de agosto de 2007

Hasekura Tsunenaga. Un samurái en la Corte de Felipe III

Hasekura Tsunenaga. Un samurái en la Corte de Felipe III
Por Francisco Arroyo Martín

El 28 de octubre de 1613 partió de Sendai hacía España una embajada japonesa enviada por Date Masamune [en japonés: 伊達 政宗] (1567—1636), señor feudal de la provincia de Ōshū [奥州], al noroeste de Japón [en la documentación española suele aparecer escrito de diferentes formas: Boju, Boxu, Voxu, Vojuí,... actualmente la provincia se conoce más por el nombre de Mutsu (陸奥国)]. La embajada estaba encabezada por el samurái Hasekura Tsunenaga Rokuyemon [支倉六右衛門常長] (1571—1622), capitán de la guardia personal de Date Masamune y veterano de las guerras de Corea, y contaba con el aliento de un fraile sevillano, el franciscano fray Luis Sotelo (1574—1624) que llevaba en Japón desde 1602, adonde llegó proveniente de Manila. La comitiva la formaban cerca de 200 personas, de los cuales unos cincuenta eran españoles: los frailes franciscanos que tutelaban la embajada y el resto de un naufragio de una nave española de 1611; la expedición se completaba con los diplomáticos japoneses, y las tropas y personal de su servicio, junto con un buen número de comerciantes.

La primera parte del viaje se hizo en un navío japonés de 500 toneladas de nombre “San Juan Bautista” en español, y “Date Maru” en japonés, fabricado al modelo de los galeones europeos bajo la dirección del navegante y explorador Sebastián Vizcaíno (1548—1624), que había llegado a Japón en 1611, y del inglés Guillermo Adams que estaba al servicio del ministerio de guerra del sogún Tokugawa Hidetada [徳川秀忠] (1579—1632; sogún entre 1605—1623). Actualmente existe una réplica de este barco en la ciudad de Ishinomaki, puerto desde el cual zarpó la nave.

Pero antes de contaros las peripecias del viaje y la estancia en Europa de este grupo de japoneses, conviene saber que objetivos buscaba esta misión diplomática. En primer lugar hay que señalar que la presencia de misioneros cristianos en las islas del Japón se remonta, al menos, al 15 de agosto de 1549 cuando desembarcó en Kagoshima el jesuita San Francisco Javier [monje navarro que se convertiría en la mano derecha de San Ignacio de Loyola. Fundador de la Compañía de Jesús]. Años más tarde, en 1582, los jesuitas habían conseguido un buen número de conversos al catolicismo [se habla de 150.000], lo que les permitió organizar una expedición a Roma y conseguir del Papa un obispado para la isla, cátedra que desde entonces sería ocupada por un jesuita hasta la expulsión de los religiosos extranjeros que se produjo en el siglo siguiente. En esta tesitura, el resto de las órdenes misioneras, y en particular los franciscanos, se quedaron en una situación de dependencia y subordinación respecto a los jesuitas; algo que evidentemente no gustaba.

Por otro lado, Japón había incrementado notablemente sus relaciones comerciales con los asentamientos españoles y portugueses del Pacífico, tanto en los continentales de la India como en los de los archipiélagos de Molucas y Filipinas, especialmente; los cuales desde la unificación de las dos Coronas en Felipe II en el año de 1580, dependían todas [al menos teóricamente, luego su funcionamiento era muy independiente] del Consejo de Indias (en Madrid) y de la Casa de Contratación (en Sevilla), que eran los órganos que autorizaban los permiso y franquicias de contratación. Lo que pretendía los japoneses era establecer relaciones diplomáticas con el Rey de España y establecer los acuerdos necesarios para poder negociar y comerciar directamente con América y Europa a través de los puertos del Pacífico de Nueva España (México); y lo que pretendían los franciscanos (aparte de participar en esta nueva red comercial) era la división del Japón en dos obispados y ocupar ellos al menos el del norte. Para lograrlo partieron a Madrid y Roma, las dos ciudades europeas más importantes del momento.

Viajes similares se habían intentado ya en 1610, donde la expedición la encabezaba el franciscano fray Alonso Muñoz, y dos años después por el mismo fray Luis Sotelo; en ambos casos la expedición fracasó. Lo cierto es que la situación de los cristianos en Japón empeoró notablemente a partir de 1613, llegándose a prohibir el culto en muchos territorios, si bien en el caso de Date Masamune no sólo continuó autorizando la difusión y extensión del catolicismo, sino que persiguió las prácticas de otras religiones, especialmente a los budistas y sintoístas.

Bien, pero sigamos con el viaje de Hasekura Tsunenaga, quien avista el continente americano, siguiendo la ruta tradicional del galeón de Manila, en el cabo de Mendocino, península de California, y siguiendo la costa, el 25 de enero de 1614, llega a Acapulco, principal puerto pacífico de Nueva España; tres meses después de su partida de Japón. Tras penetrar en la amplísima bahía de esta ciudad y obtener las autorizaciones pertinentes se produce el desembarco y la embajada japonesa fue recibida con gran ceremonial por los representantes del virrey de Nueva España, don Diego Fernández de Córdoba (1578—1630), marqués de Guadalcázar. De todas formas hubo que esperar un tiempo en esta ciudad para preparar el viaje a México, el séquito se hospedó en el convento franciscano del lugar. No faltaron en este tiempo de espera enfrentamientos entre miembros japoneses y españoles de la expedición; de especial relevancia fue el mantuvo el capitán de la guardia personal de Hasekura, un tal Tomé o Tomás [por el nombre algunos han querido ver que fuera hijo de algún español, pero lo más normal es que adoptara este nombre tras bautizarse] y Sebastián Vizcaíno. Se utilizaron los aceros y del duelo salió gravemente herido el arrogante marino español. Ante este hecho las autoridades españolas establecieron varias normas el 4 de marzo, encaminadas a garantizar la seguridad, el comercio y el libre movimiento de los japoneses, que no podían ser molestados por nadie so pena de graves castigos, y por contra se limitaba el uso de armas al propio Hasekura y a media docena de escogidos samuráis.

Por fin, partió el séquito de Acapulco y llegó a la ciudad de México el 25 de marzo. En esta ciudad fueron recibidos con la mayor pompa y boato por el propio virrey, el arzobispo de México, Juan Pérez de la Serna (1573—1631), y el provincial de la orden franciscana. A todos ellos se les entregaron las cartas y credenciales de Date Masamune, daimio de Sendai, el cual les manifestaba su gran interés en que sus representantes viajaran a España y a Roma para llevar mensajes de paz al rey de España y establecer relaciones diplomáticas y comerciales en Nueva España, y para pedir al Papa que envíe misioneros católicos y un alto delegado papal [un obispo más, vamos] para evangelizar todo el Japón. Durante la estancia en México, en las celebraciones religiosas en torno a la Semana Santa, se produjeron varios bautizos colectivos: así el día 9 de abril se bautizaron 20 japoneses, y otros 22 el día 20; y tres días más tarde recibieron la confirmación de manos del arzobispo nada menos que 63 nipones. Hasekura no quiso tomar estos días el bautismo, ya que prefirió reservarse y recibirlo en Europa, en Roma o en Madrid, donde efectivamente lo hará, como veremos.

De todas formas, y a pesar de estas muestras de fervor religioso, en Japón pintaban bastos para los cristianos, ya que, el primero de febrero del 1614, el sogún Tokugawa Hidetada [el sogún era el gobernador militar del imperio japonés, y de hecho quien ostentaba el poder político al que se sometían los daimios, que eran los señores feudales de las distintas provincias; el emperador carecía de poder efectivo en el territorio y se había convertido en una figura simbólica y de carácter casi ceremonial] había decretado la prohibición de la práctica del cristianismo y la expulsión de los misioneros extranjeros. Al menos, Date Masamune, que, recordemos, era el daimio de Hasekura, esperó hasta el regreso de la embajada diplomática a Europa para aplicar en Ōshū la dura ley del sogún. Pero esto todavía se desconocía en México.

En el momento de partir de la capital de Nueva España, la comitiva se dividió: los españoles se quedaron en Nueva España, excepto los frailes que siguieron con Hasekura; y de los japoneses, una treintena continuaron el viaje hacía Europa, algunos, pocos, se quedaron en Nueva España a esperar la vuelta de Hasekura, y el resto volvió a Acapulco para regresar, de nuevo en el “San Juan Bautista”, a Japón. Después, la reducida comitiva encaminó sus pasos por el camino real al puerto atlántico de Veracruz, donde el 10 de junio, a bordo del galeón “San José”, comienzan la travesía del Golfo de México con dirección a La Habana. La intención era coger en la capital de la actual Cuba un barco de los que integraban la Flota de Indias.

Era La Habana el puerto del caribe donde la Flota de Nueva España [puerto de referencia Veracruz, actual México] se unía a los Galeones de Tierra Firme [puerto de referencia el de Cartagena, actual Colombia, y Portobelo en Panamá] para iniciar el viaje anual de regreso a España. Poco a poco fueron llegando los barcos cargueros y se fueron aprestando los buques de guerra de la Armada de Barlovento que escoltarían a la flota hasta el final del canal de Bahama, cerca de las Bermudas. Por fin, el 3 de agosto, a bordo del galeón “San Juan de Lúa”, la embajada inicia la travesía del Atlántico en la flota que comandaba el almirante don Antonio Oquendo. La presencia de la comitiva japonesa se recuerda hoy en La Habana con una estatua de bronce, erigida el 26 de abril de 2001, en honor de Hasekura Tsunenaga.

El viaje por el atlántico continuó sin contratiempos graves si exceptuamos alguna tormenta más que seria y la incertidumbre de que se produjera algún ataque corsario a alguna nave retrasada; que no se disipó hasta que en las Azores se vislumbraron las naves de la Armada del Océano, que escoltarían a la Flota hasta su llegada a la bahía de Cádiz. Una vez que se avistaron las costas andaluzas, se mandó aviso a la ciudad de Sevilla de la llegada de la embajada el 30 de septiembre y de las intenciones de la misma. La ciudad empezó desde ese momento a preparar el recibimiento que merecía tan excelsa visita.

Así, tras dos meses de navegación, el 5 de octubre, la flota llegó a la desembocadura del Guadalquivir y arribó a la barra de Sanlúcar de Barrameda. Debido al gran calado de algunos buques, lo que les impedía navegar río arriba hasta Sevilla, hubo que hacer el traspaso del cargamento de estas naves a las barcazas y gabarras fluviales, momento que también se aprovechaba para escamotear a la Hacienda Real un buen número de mercancías y efectos. Pero para los japoneses era acumular un retraso más a su dilatado viaje, del que pronto se cumpliría un año del día de la partida de Japón. Inmediatamente se enviaron las pertinentes cartas de presentación al ayuntamiento de Sevilla y a Madrid, a Felipe III (1578—1621), anunciando su llegada y las intenciones de su viaje.

Una vez que arribó la embajada de japonesa, acudió a presentar los honores pertinentes Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, VII duque de Medina Sidonia (1550—1615), que era el señor de la villa de Sanlúcar de Barrameda y además era el capitán general del Mar Océano y de las costas de Andalucía y el representante de la principal familia andaluza. Hasekura y los principales miembros de la expedición fueron hospedados en la residencia ducal, donde fueron atendidos con la típica suntuosidad y pompa del magnate andaluz.

La ciudad de Sevilla encargó a unos de sus regidores, al veinticuatro Diego Caballero de Cabrera, que además era hermano de fray Luis Sotelo, que atendiera a los viajeros y que hiciera los preparativos necesarios para su entrada en Sevilla. El duque, a instancias del ayuntamiento sevillano, aparejó dos galeras para conducir a la comitiva a Coria del Río, donde tendrán que esperar hasta el día que sean recibidos en la ciudad. En esta localidad fueron hospedados, siempre a cargo de la ciudad de Sevilla, por Pedro Galindo, que atendió con esmero y cuidado a sus huéspedes. Incluso, la capital andaluza, envió una representación, formada por el citado Diego de Cabrera, Bartolomé López de Mesa, Bernardo de Ribera, y el propio Pedro Galindo, junto con un buen número de jurados y caballeros que los acompañaban, para que dieran la bienvenida al embajador y le felicitaran por su feliz viaje. Algo que satisfizo mucho a Hasekura y le hizo albergar esperanzas de éxito en su misión.

Por fin, el 21 de octubre [no coinciden en este dato los cronistas y algunos dan la fecha del 23] tiene lugar la fastuosa recepción en la ciudad de Sevilla. Hasekura partió de Coria del Río con su séquito, formado por el religioso sevillano y una guardia personal compuesta por los samuráis y una decena de soldados, todos elegantemente vestidos al modo japonés y, para dejar clara su intención, todos portaban rosarios al cuello; también iban con ellos los veinticuatro sevillanos Bartolomé López de Mesa y Pedro Galindo. Desde su salida de Coria la comitiva fue aumentando de número con infinidad de curiosos que no querían perderse la ocasión de ver de cerca tan singulares personajes. Pero esto no fue nada en comparación con la multitud que se agolpaba entorno al puente y a la puerta de Triana; toda la ciudad, desde el camino o desde las barcas en el río, querían conocer a tan ilustres y sorprendentes visitantes.

Cruzaron el puente de barcas de Triana numerosas carrozas y cabalgaduras y un sinfín de gente de todo tipo; tan grande fue el número que en algunos momentos se puso en peligro la propia integridad de la comitiva a pesar de los denodados esfuerzos de los alguaciles y justicias que intentaba poner un mínimo de orden en la procesión. [Quien conozca esta ciudad en Semana Santa podrá imaginárselo sin esfuerzo]. En la puerta de Triana les esperaban toda la nobleza de la ciudad y los miembros del ayuntamiento sevillano encabezados por el corregidor y asistente de Felipe III en la ciudad, Diego Sarmiento de Sotomayor (¿?—1618), primer conde de Salvatierra, que en nombre del rey y de la ciudad dio la bienvenida a el embajador, quien se apeó de la carroza y recibió y proporcionó las oportunas cortesías; mostrando en todo momento el sumo placer y honor que recibía de tan grandioso recibimiento. Después, Hasekura montó a caballo y se colocó junto al conde de Salvatierra, quienes, flanqueados por los alguaciles mayores de la ciudad y por el capitán de la guardia japonesa, condujeron la cabalgata por la ciudad hasta las puertas de Alcázar Real, donde se hospedaría el embajador a costa de la ciudad. Durante todo el trayecto estuvieron acompañados por millares de sevillanos que los saludaban alborozados a su paso. A su llegada a la residencia real sevillana fueron recibidos por Juan Gallardo de Céspedes, su alcaide. Así terminó esta jornada. Durante los días siguientes, Hasekura, como cualquier turista de hoy en día [pero sin cámara de fotos], recorrió la ciudad, visitó la catedral y, como no, subió a la Giralda para disfrutar desde lo alto de la magnífica visión de Sevilla y del Betis.

El día 27 de octubre tuvo lugar la recepción oficial de la embajada por el ayuntamiento sevillano. Sentado junto al conde de Salvatierra, Hasekura expuso los motivos y razones de su embajada en japonés que el padre fray Luis Sotelo interpretó en castellano, y que no eran otros que extender la fe en Cristo por todo el Japón y alcanzar un tratado de amistad y comercio con España; después entregó una carta de Date Masamune, que también tradujo el fraile franciscano, en la que se exponía su pretensión de ponerse bajo la autoridad del papa y de comenzar un periodo de amistad fraternal con el rey de España; seguidamente, fray Luis Sotelo hizo una relación de las incidencias del viaje, de la situación del cristianismo en Japón y una petición de ayuda económica para continuar su labor. Acto seguido respondió el conde de Salvatierra, diciendo que la ciudad de Sevilla ayudaría en todo lo que pueda al éxito de la misión y que él, en calidad de asistente real, transmitiría fiel y puntualmente todo el contenido de la embajada a Felipe III. Por último, entró en la sala capitular del ayuntamiento de Sevilla el capitán de la guardia de Hasekura para hacer entrega de la carta original de Date Masamune y de un daishō [大小], conjunto de las dos espadas tradicionales japonesas: la katana [] y la wakizashi [脇差]. [En los archivos sevillanos se conserva la carta original, pero las espadas desaparecieron tras los tumultos de 1868]. Después, como se trataba de una sesión ordinaria, la embajada abandono la sala y el cabildo continuó su sesión.

Los japoneses prolongarán su estancia en Sevilla durante un mes más, y en este tiempo el Alcázar sevillano recibirán innumerables visitas de cualquiera que fuera algo en Sevilla: nobles, jueces, cargos públicos,... y en particular sentirán el calor y el cariño de los sevillanos que, como veremos, dejará profunda huella en muchos de ellos. Hasekura, por su parte, realizó numerosas visitas a la catedral y al convento franciscano de la ciudad. También serán abundantes los actos festivos que se harán en su honor y homenaje: comedias, bailes, saraos,... Existe una relación de gastos del Libro de Cuentas, según la cual, el ayuntamiento de Sevilla se gastó más de 2.600 ducados en la estancia de la embajada japonesa [al cambio actual del precio del oro unos 142.000 €, mas de 23.000.000 millones de ptas.].

El 25 de noviembre la embajada abandona la ciudad hispalense con dirección a la capital de la monarquía hispana. La comitiva la componen unas cuarenta personas, dos carros, dos literas y cerca de cincuenta animales de carga. La ciudad de Sevilla, atenta hasta el último momento, designa a Gonzalo de Guzmán, junto con personal de servicio, para que acompañe y asista a la embajada hasta su llegada a Madrid.

Ciudad a la que llegarán el 20 de diciembre, tras un viaje en el cual la comitiva fue objeto de atención por todos los lugares por donde pasaron, destacando la parada de varios días en Córdoba y el recibimiento por el arzobispo de Toledo en la catedral primada. No fue tan espectacular el recibimiento en la Corte como lo había sido en Sevilla, seguramente, además de la información qua había trasmitido el conde de Salvatierra, también se tendrían noticias de la nueva situación en Japón y de las persecuciones que se habían iniciado contra los cristianos tras el decreto del sogún de febrero de 1614. Siempre se trató a la embajada como una delegación de un principado menor, en ningún momento se la consideró como la representación oficial del emperador o del sogún; en consecuencia el protocolo se ajustó a este rango.

Además, los agentes de los comerciantes de Nueva España y Filipinas debían mirar con recelo las intenciones comerciales de los japoneses, y a buen seguro que no tardaron de mover sus influencias en la Casa de Contratación y en el Consejo de Indias para que se mantuviera el estado actual en las relaciones comerciales con Japón. Estos dos órganos siempre se manifestaron contrarios a esta nueva alianza con los japoneses que podría poner en peligro la exclusividad comercial de los asentistas de Manila y Acapulco. Tampoco convine olvidar la creciente pujanza de los jesuitas en la Corte madrileña, que se habían hecho con el influyente Colegio Imperial y estaban fabricando su nueva y magnífica sede en la calle de San Bernardo; quienes a buen seguro no dejaron de medrar para que la misión acabará en fracaso y poder mantener el monopolio evangelizador en Japón. Así, el alojamiento de la embajada no fue en ningún palacio o residencia real ni en ninguna morada de los miembros de la nobleza cortesana, ni tan siquiera fue en alguno de propiedad municipal, sino en el convento de San Francisco de la localidad.

Más de un mes, hasta el 30 de enero de 1615, hubieron de esperar Hasekura y Luis Sotelo para ser recibido por Felipe III. En la audiencia real se reiteró la exposición de Hasekura sobre los deseos de su señor, el daimio Date Masamune, de mantener relaciones diplomáticas y establecer alianzas con España y que se cristianice todo el Japón; si bien en esta ocasión se hizo mucho más hincapié en la vertiente política y económica de la embajada; acto seguido se le hizo entrega a Felipe III de una carta original de Date Masamune [de la que se desconoce su actual paradero] fechada el año 13 a cuatro días de la novena luna, que se correspondía con el 6 de octubre de 1613, unos días antes de que partiera la embajada, como hemos visto. Luis Sotelo volvió a ser el intérprete de Hasekura e hizo un alegato ante el rey en defensa del acuerdo, ya que permitiría acercar posiciones con el sogún Tokugawa Hidetada para neutralizar la influencia holandesa e inglesa en Japón.

Hasekura estará alrededor de ocho meses en Madrid, por un lado preparando el viaje a Roma y por otro intensificando los contactos con las principales personalidades de la Corte al objeto de llevar a buen puerto su misión. Varias veces se entrevistó con el valido de Felipe III, el todopoderoso Francisco Gómez de Sandoval Rojas y Borja (1553—1625), I duque de Lerma, y con el nuncio apostólico del papa en Madrid.

Pero quizás el acto social de mayor trascendencia fue el bautizo del propio Hasekura en la capilla del monasterio de las descalzas reales de Madrid. Fray Luis Sotelo escribió una relación a su hermano Diego Caballero de Cabrera del desarrollo de este acontecimiento según el cual se desarrolló de la siguiente forma. El 17 de febrero de 1615, a las tres de la tarde, acudió a la citada capilla Felipe III, acompañado de su hija Ana de Austria (1601—1666) [que en las crónicas aparece como “Reina de Francia” ya que en esas fechas su matrimonio estaba concertado con Luis XIII de Francia (1601—1643), si bien su matrimonio por poderes se realizará en Burgos el 18 de octubre de 1615 y en persona en Burdeos el 21 de noviembre de ese mismo año, ya que ambos contrayentes tenían apenas 14 años, su matrimonio no se consumará hasta cuatro años más tarde. Chascarrillo “rosa”: esta es la reina sobre la cual se sospecha que tuvo algún affaire con el duque de Buckingham; la de los tres mosqueteros, vamos]. También acudieron a este acto la infanta María Ana de Austria; al parecer el príncipe Felipe estaba enfermo y se quedó en palacio con los otros dos infantes: Carlos y Fernando. A la celebración acudieron los principales caballeros de la Corte, entre ellos muchos Grandes, quienes junto a los japoneses se distribuyeron por las gradas. Hasekura estuvo acompañado toda la ceremonia por Lope de Moscoso Osorio (1555—1636), VI conde de Altamira, mayordomo mayor de la infanta Ana. El bautizado tuvo como padrinos al duque de Lerma y la condesa de Barajas. El oficiante fue el capellán mayor de Felipe III, Diego de Guzmán, ya que el arzobispo de Toledo tenía perlesía en las manos lo que le impedía oficiar el bautismo, si bien estuvo presente en la ceremonia. El bautizo se hizo con toda la solemnidad y destaca fray Luis Sotelo el afecto y gran devoción del japonés. Su nombre cristiano fue Felipe Francisco Hasekura.

Inmediatamente acabado el bautismo, el duque de Lerma llevó al embajador al cuarto real donde se entrevistó con Felipe IV, quien le felicitó y le pidió que le encomendase a Dios. Por su parte, Hasekura, agradeció su presencia y que le hubiera permitido usar su nombre y que esperaba que este acontecimiento tuviera su efecto y salvara muchas almas en Japón. Tras abandonar el monasterio la embajada fue escoltada por la Guardia Real hasta San Francisco, donde fueron recibidos por toda la comunidad franciscana con un solemne Te Deum Laudamus y gran aparato de música y canto.

La otra etapa del viaje era Roma, y tras conseguir la licencia real, hacía allí partió la comitiva el 15 de agosto de 1615. Se une a ellos como intérprete el doctor Escipión Amati que publicaría a finales de ese mismo año una crónica de la embajada: Historia del Reyno Di Voxy Del Giapone, Dell'Antichita Nobilita, E Valore Del Svo Re Idate Masamune,...; el veneciano Gregorio Matías y el intérprete Francisco Martínez. En el séquito todavía viajaban veintiún japoneses.

La ruta fue la habitual para los desplazamientos a Italia: Alcalá de Henares, Daroca, Zaragoza, Lérida y Barcelona; donde por mar se dirigirían a Génova para alcanzar Roma. Por todos estos lugares la comitiva se convirtió en un foco de atracción, así en las distintas localidades se esperaba su llegada para realizar los oportunos honores y saludos; los visitantes aprovechaba estas paradas para visitar los templos y monasterios franciscanos que financiaron la mayor parte del viaje.

De todas formas, en España y tras conocer las preocupantes noticias que llegaban de América, la posibilidad e llegar aun fructífero entendimiento cada vez eran menores; así en septiembre de 1615 el Consejo de Indias se manifestaba contrario a la alianza comercial con Japón a través de Nueva España, alegando que afectaría negativamente a los intereses de los mercaderes portugueses de la India y Macao y a los españoles de Filipinas. Por estas mismas fechas, en concreto el 20 de septiembre, Felipe III ordena al conde de Castro, embajador en Roma, para que vigile de cerca las audiencias ante el Papa. Además le indica que en lo relativo a las decisiones sobre el envío de misioneros a Japón debe atenerse a lo que indique el nuncio apostólico en España.

De todas formas la embajada sigue con su misión, y a principios de octubre de 1615, parten del puerto de Barcelona en dos fragatas y un bergantín con dirección al puerto genovés de la Saonna. Debido a unas fuertes tormentas la expedición tuvo que hacer un alto en la localidad francesa de San Tropez. En las crónicas del lugar quedó constancia de la visita de tan extraños personajes, en las cuales destacaban que los japoneses no tocaban la comida con las manos y ¡qué usaban unos palillos para acercarse los alimentos!; también llamó su atención que se sonaran los mocos con pequeños y suaves trozos de papel que desechaban después de su uso; pero lo que más destacan los cronistas galos son sus espadas de las cuales dicen que su forja era de un acero tan afilado que podían cortar un papel con tan solo la presión de un soplo.

Tras este incidente llegan a la ciudad de Génova a mediados de octubre, donde son recibidos por toda la nobleza de la ciudad y por el senado. A los pocos días inician su periplo por Italia que les permitirá alcanzar la ciudad eterna el primero de noviembre. El papa Pablo V (1550—1621), recibió a Hasekura con premura y así se le concede la audiencia el mismo día 3 de noviembre en el Sacro Colegio Cardenalicio; a la audiencia acude lo más selecto de la curia romana, grandes señores, prelados y embajadores. En el acto se repite el mismo ceremonial que hemos visto en Sevilla y en Madrid intervenciones del franciscano y del embajador japonés con la lectura de la carta, que Date Masamune destina al pontífice [De esta carta se conservan los originales en japonés y latín en los archivos vaticanos]. En la carta se pedía al papa que intercediera ante Felipe III para favorecer un tratado comercial y de amistad entre Japón y España y le pedía que enviara misioneros al Japón; en parte venía a decir:

Besando los pies santos del más grande, universal y mayor santo del mundo entero, al papa Paulo, con la sumisión y mayor reverencia, yo, Date Masamune, rey de Wôshû en el imperio de Japón, le suplico: (...) El Padre franciscano Luis Sotelo vino a nuestro país a esparcir la fe de Dios, entonces, aprendí sobre esta fe y deseé hacerme cristiano, si bien todavía no he logrado cumplir este deseo debido a ciertas dificultades. Sin embargo, para conseguir que mis súbditos se hagan cristianos, deseo que enviéis a misioneros de la iglesia franciscana. Por mi parte os garantizo que podréis construir una iglesia y que los misioneros gozarán de protección. También es mi deseo que escojáis y enviéis a un obispo. Para este fin he enviado a mi samurái Hasekura Tsunenaga Rokuyemon, como mi representante para que acompañe a través de los mares a Luis Sotelo en su viaje a Roma, y os ofrezca una muestra de obediencia y os bese los pies. (...) También, y puesto que nuestro país y Nueva España son países vecinos, para que os pida que intervengáis todo lo que podáis en la negociación con el rey de España; que todo será en beneficio de enviar misioneros a través de los mares (...)

La respuesta del papa la dio Pedro Trocio, secretario apostólico y doméstico de su santidad, en la cual le manifestó la alta estima que había producido la llegada de la embajada de tan remoto lugar. El papa mostró escaso interés en comprometerse en interceder frente a Felipe III en lo relativo a las relaciones comerciales con España. Si accedió al envío de misioneros y llegó incluso a nombrar a fray Luis de Sotelo como obispo de Mutsu, si bien con algunas condiciones: la obligación de fundar un seminario y que la su consagración debía hacerse en España por el nuncio apostólico; esta consagración nunca se llevó a cabo [En 1626 se imprimieron estos testimonios en castellano y latín en México]. No eran los mejores momentos para establecer relaciones entre países tan diferentes; sin ir más lejos, apenas unas semanas después, en Japón, se restringiría el comercio extranjero a tan sólo dos puertos: Nagasaki y Hirado; y como otro botón de muestra, recordar que en este mismo año de 1615, Galileo Galilei tuvo que enfrentarse a los tribunales de la inquisición y renegar del heliocentrismo y admitir que la Tierra era el centro del universo y de la Creación. No estábamos, evidentemente, en los mejores tiempos para la anuencia y la tolerancia mutua.

Pero la vida sigue y los actos políticos, religiosos y ceremoniales continuaron en Roma: así, se realizó el bautismo de otros cuantos japoneses, entre ellos el secretario personal de Hasekura, y otros recibieron la confirmación; el Senado de Roma concedió al embajador el título honorífico de ciudadano de Roma [el documento se conserva en el museo de Sendai]; en recuerdo de la visita de la embajada japonesa se pintaron unos frescos con este motivo en la sala regia del palacio del Quirinal donde aparece Hasekura conversando con Luis Sotelo, rodeado por otros miembros de la embajada. Pero no nos engañemos se trataban, ya entonces, de una parafernalia que, como los catafalcos barrocos, ocultaba tras una suntuosa fachada la triste realidad: tras dos años en Europa la embajada japonesa carecía de compromisos concretos, no los había conseguido del papa ni del rey de España.

Tras dos meses en Roma, el siete de enero de 1616, la comitiva comenzó el viaje de vuelta: Roma, Livorno, Génova, Barcelona, Zaragoza, Alcalá Henares, y... Sevilla. Esta vez había orden real de que la comitiva continuara directamente hacia el sur sin detenerse en la capital. En parte por ahorrarse gastos, en parte por no dar más vueltas a unas conversaciones y entrevistas cada vez más carentes de sentido político. El viaje iba de mal en peor y las desgracias no sólo son diplomáticas, parece ser que el fraile franciscano se rompe una pierna en este viaje de vuelta y Hasekura sufre un agudo proceso febril que le deja al borde de la extenuación.

En Sevilla se alojan en el convento de Nuestra Señora de Loreto de Espartinas. De la treintena de japoneses que quedaban en España, unos veinte, acompañados de algunos frailes franciscanos, vuelven a Japón. Pero Hasekura y Sotelo se resisten a marchar y con una voluntad férrea continúan escribiendo al papa, al nuncio, al rey, al valido,...; pero tan sólo consiguen el apoyo, y cada vez más tímido de ayuntamiento sevillano. Al igual que lo había hecho en Roma, el embajador insistía pertinazmente en que la autoridad y la fuerza del reino de, Ōshū, eran superiores a la de muchos países europeos, y que su señor pronto se iba a convertir en el máximo mandatario de Japón, y que tenía decidido acatar el poder espiritual de Roma y extender el cristianismo por todo el imperio japonés. Pero apenas consiguen que Felipe III remitiera, el 12 de julio de 1616, una amable carta de respuesta al rey de Boju, en la cual le expresa el trato considerado que había prestado a la embajada y le manifiesta su deseo que se continúen los esfuerzos diplomáticos para conseguir el loable fin de extender el cristianismo.

Aunque las noticias que llegaba de Japón parecían confirmar que efectivamente Date Masamune estaba protegiendo a los cristianos en su reino de las persecuciones ordenadas por el sogún en 1614, los ministros españoles dudaban que los acuerdos que alcanzaran con Hasekura verdaderamente tuvieran valor ante Tokugawa Ieyasu, que a pesar de su retiro [moriría el primero de junio de 1616] mantenía un gran poder político, y mucho menos por el sogún efectivo de Japón, su hijo Tokugawa Hidetada [Felipe III en sus cartas se refería a el como el universal señor del Japón], que era mucho más xenófobo e intolerante que su padre; y que contemplaba la práctica del cristianismo como un peligro para la estabilidad del imperio japonés ya que permitía la posibilidad de establecer fidelidades al margen de la estructura feudal existente; además de su intención de atajar el contrabando y comercio clandestino que las órdenes religiosas, en particular los jesuitas, tenían organizado y casi institucionalizado.

Un año más aguantó en Sevilla la embajada japonesa, pero sin medios económicos y agotados los recursos diplomáticos, Hasekura y Sotelo, en el “Santa María y San Vicente”, parten de Sevilla hacia Japón el cuatro de julio de 1617, acompañados por otro franciscano y los japoneses que restaban. Casi tres años después de su llegada a las costas andaluzas, abandonan Europa tremendamente decepcionados y contrariados por el fracaso de su misión. Como ya se ha avanzado anteriormente, los intereses comerciales existentes y las tremendas luchas intestinas entre las diferentes órdenes misioneras, junto con la intransigencia y xenofobia que se extendía por el Japón, hicieron fracasar irremediablemente la embajada diplomática. ¡Se tardarán 200 años en que llegue a Europa, en concreto a Francia, otra delegación japonesa!

Pero algo quedó en España de esta visita. Todo parece indicar que un reducido número de japoneses no volvió a su país y decidió quedarse a vivir en Sevilla y alrededores. A causa de esto, hoy existen varios centenares de personas descendientes de estos nipones; reconocibles por sus rasgos ligeramente orientales y, particularmente, porque llevan el apellido «Japón» [1.851 personas en toda España, de las cuales 1.344 en la provincia de Sevilla, según el padrón de 2006]

Alcanzaron las costas mejicanas a principios de 1618. Inmediatamente se dirigieron por tierra a Acapulco donde les esperaba, desde 1616, el “San Juan Bautista”. El barco había realizado un segundo viaje comercial de Japón a Nueva España cargado de especias, sedas y productos lujosos, los cuales generaron tal demanda que obligaron al gobierno virreinal a establecer precios tasados y límites estrictos a las transacciones. Al objeto de financiar en parte los elevados gastos de la embajada, Hasekura consigue una autorización para cargar el barco de diversos productos en Acapulco y poderlos vender después en Manila; puerto al que arribaron en abril de 1618.

Es sorprendente que Hasekura permaneciera dos años más en Filipinas, donde fue tratado muy cordialmente por las autoridades, tanto por el gobernador como por el obispo, como se refleja en varias misivas. Pero en esta estancia ya su único interés era liquidar la expedición y recuperar en lo posible los gastos; y para este fin, en julio de 1619, se vendió el “San Juan Bautista” a las autoridades españolas. Según parece el estado de la flota de guerra del archipiélago filipino estaba en un estado deplorable lo que permitía que los corsarios ingleses y holandeses, los piratas malayos y demás filibusteros del mar acosaran insistentemente a los navíos y puertos españoles. En este estado de cosas la robustez, tamaño y buen armazón del buque [que recordemos tenía una bodega de 500 toneladas de carga], permitía el apresto de artillería con la finalidad de trasformarlo en un buque de guerra; lo que se hizo con celeridad después de su adquisición. En julio de 1620 Hasekura partió de Manila, y será en este puerto donde verá por última vez al franciscano Luis Sotelo, que ante las graves noticias que se tenían de la situación Japón decide quedarse para preparar su regreso, ya de forma clandestina, a Japón.

Finalmente, Hasekura volvió a pisar tierra japonesa en agosto de 1620, cuando entró en el puerto de Nagasaki. Aún le quedaría un buen trecho para llegar a su destino, a Sendai, pero comparado con lo que dejaba atrás se puede decir que estaba en casa. Luis Sotelo escribió en su Relatio del statu de De ecclesiae Iaponicae que a su llegada a Sendai, que su compañero de viaje fue recibido como un héroe.

Pero en estos siete años que Hasekura había estado fuera, su país había cambiado drásticamente: desde 1614 el cristianismo estaba prohibido; el nuevo sogún, Tokugawa Hidetada, había limitado el contacto con los extranjeros y las relaciones comerciales; y Japón se movía hacia la política del sakoku [鎖国], del aislamiento y cierre del país, que se impondría oficialmente desde 1641 y que duraría hasta que en 1853 se firme el tratado de Kanagawa, y en la que se llegaría incluso a prohibir relatar sus experiencias a todas aquellos que hubieran estado en el extranjero.

Cuando Hasekura se postró frente a Date Masamune y le narró en persona los resultados de su misión, la decepción del daimio fue tremenda y del despecho se pasó a la ira. Aunque Date Masamune, a pesar de que era conocedor del fracaso de su delegación en Europa, se mantuvo firme en retrasar la aplicación de ley del sogún contra los cristianos hasta la vuelta de su embajador, una vez que hubo regresado fue implacable; y a los dos días de la llegada de Hasekura a la corte de Sendai se publicaron las siguientes medidas contra los cristianos:

· Se prohibió el cristianismo y su práctica; y se ordenó a todos los cristianos que renieguen de su fe, bajo pena de muerte, que se rebaja al destierro si son nobles. Todos ello de acuerdo con el decreto del sogún del primero de febrero de 1614.

· En segundo lugar de establecía un recompensa para todos aquellos que denunciaran a los criptocristianos.

· En tercer lugar se ordenaba la expulsión inmediata de todos los propagadores del cristianismo o el abandono de su religión.

Pero antes de terminar narrando las consecuencias del fracaso de la embajada y las especulaciones sobre el destino de nuestro embajador, no puedo olvidarme del padre Luis Sotelo que le dejamos en Manila. Dos años más tuvo que esperar el franciscano para preparar su regreso a Japón donde pesaba continuar su labor evangelizadora a pesar de las severas prohibiciones. Acompañado de otro fraile de la orden y dos jóvenes cristianos japoneses, Sotelo parte, de incógnito y disfrazado de comerciante, en un barco chino con dirección a Nagasaki, donde llegaron en septiembre de 1622. Nada más arribar, el capitán del barco los delata con la intención de cobrar la recompensa; inmediatamente son puestos bajo la jurisdicción del tribunal comisionado para las causas contra los cristianos. Cuando trasciende la personalidad del fraile, el propio sogún Tokugawa Hidetada se interesa por el caso; pero a pesar de haber sido su embajador oficioso hace algunos años no intercede por él y es encarcelado en Omura. El juicio que se sigue dura casi dos años y acaba dramáticamente con la condena a muerte de los inculpados; el 25 de agosto de 1624, Luis Sotelo, sus dos compañeros japoneses, el jesuita Miguel Carballo y el dominico Pedro Vázquez de Santa Catalina son quemados vivos. El papa Pío IX le beatificó en 1867.

Volviendo a Hasekura, todo hace pensar que el relato que hizo a Date Masamune de su viaje y estancia en Europa fue apasionado y entusiasta, lo que le pudo llevar a distorsionar en parte la realidad y mostrar una imagen exagerada de la grandeza y el poder de España y de la religión católica. Incluso parece que siguió alimentando el ego del daimio con la vieja engañifa de los franciscanos, según la cual una alianza con España y Roma le permitiría contrarrestar el poder del sogún, y, ¿por qué no?, convertirse en el regente de todo el imperio japonés. Evidentemente la realidad del Japón de 1620 era bien distinta y esa posibilidad era irrisoria; la visión política de Date Masamune enfocó rápidamente dónde estaba su aliado más útil que no era otro que Tokugawa Hidetada. En estas circunstancias, apenas un mes más tarde comenzaron las muertes de cristianos en el reino de Ōshū. Algunas informaciones señalan que la aplicación de las medidas anticristianas fueron relativamente suaves comparadas con el resto del Japón; incluso algunos han señalado que lo hizo tan sólo para apaciguar la presión a la que le sometía el sogún. Pero lo cierto es que el daimio de Sendai informó puntualmente de todo lo relativo a la embajada a Europa a Tokugawa Hidetada, y sin duda estas informaciones contribuyeron a la ruptura total de las relaciones con España a partir de 1624, cuando se estableció que tan sólo dos barcos europeos al año podrían atracar en el puerto de Nagasaki: uno holandés y otro inglés; precisamente con los primeros se estaba en guerra de nuevo desde 1621 [tras la ruptura de la tregua de 1609], y con los segundos la guerra abierta comenzaría en 1625 [tras su intento fallido de invadir la península ibérica por la bahía de Cádiz]. Además recordemos que en España reinaba Felipe IV desde 1621, quien había iniciado, bajo el gobierno del conde duque de Olivares, un ciclo belicista en sus relaciones internacionales [este rey, a pesar de gobernar más de 45 años, tan sólo tuvo una semana de paz, en el resto de su reinado siempre tuvo al menos una guerra declarada; si bien es cierto que en la mayoría de los caso fueron defensivas].

Sobre el devenir de nuestro samurai tras la finalización de su embajada sabemos muy poco. Para algunos renegó del cristianismo y se apartó de la actividad política y militar para disfrutar de sus rentas y posesiones; otros hablan que por el contrario mantuvo su fe con todas las consecuencias, afirmando incluso que fue martirizado por ello; y otros dicen que fue uno de los numerosos criptocristianos que intentaron mantener en secreto su fe durante la opresión religiosa [que se agudizaría aún más a partir de 1641, cuando se aplique con todo el rigor el sakoku, como hemos visto], y que propagó esta religión entre su familiares y allegados. Lo cierto es que el destino final de algunos de sus criados y familiares, que murieron años después en la hoguera por la práctica del cristianismo, hace pensar que mantuvo su fe y que efectivamente la extendió en su entorno cercano; situaciones similares se dieron con algunos de sus compañeros de viaje, en particular es conocido el caso de Yokozawa Shogen, que se convirtió en uno de los mayores activistas cristianos en Japón tras la prohibición.

Hasekura Tsunenaga Rokuyemon murió por una grave enfermedad en 1622, pero desconocemos a ciencia cierta donde reposan sus restos. Lo más probable es que se encuentren en una tumba budista de Enfukuji; pero existen otras dos posibles ubicaciones que reclaman el honor de contar con su tumba.

Parece ser que en 1640 la familia y criados de uno de sus hijos, en concreto Rokuemon Tsuneyori, sufrieron una serie de delaciones que llevó a la hoguera a varios de sus miembros que no renegaron del cristianismo, otros que si lo hicieron salvaron la vida; destacar que uno de los que murieron, Tarozaemon, había acompañada al propio Hasekura en su viaje a Europa. Este proceso a punto estuvo de arrastrar al propio heredero de Hasekura hacia un fatal destino, del que se salvó por ser quien era; pero su hermano Tsunemichi no le quedó más remedio que huir apresuradamente del lugar. Dentro del sumario que se siguió fueron requisadas las posesiones de la familia de Hasekura, y entre estas se encontraron numerosos artilugios cristianos como rosarios, cruces, medallas, etc. además de varios libros que fueron depositados en el tribunal de Sendai. Estos objetos estuvieron allí, amontonados y olvidados, hasta que en 1840 una rutinaria visita funcionarial realizó un inventario que los enumera y describe; pero a los que no se les da ningún tipo de trascendencia.

La embajada de Hasekura a Europa fue totalmente olvidada en Japón durante los años de aislacionismo y no se tuvo noticia de ella hasta que en 1873 otra nueva embajada japonesa a Europa, dirigida por Iwakura Tomomi, llega a Venecia y le muestran varios documentos relacionados con la visita de Hasekura a Roma. Con posterioridad se rescatarán los artilugios y abalorios depositados en la ciudad de Sendai y los regalos que trajo Hasekura para Date Masamune. Por esta razón hoy quedan bastantes testimonios del viaje de Hasekura el museo de la ciudad de Sendai, destacando un retrato del papa Pablo V, un retrato del propio Hasekura orando frente a un crucifijo, un juego de dagas y espadas malayas compradas en Filipinas, gran cantidad de artilugios religiosos cristianos y numerosas cartas y documentos; todos salvados milagrosamente, como hemos visto, del sakoku.

En Japón actualmente es una figura reconocida como lo demuestra el parque temático relacionado con su aventura existente en Ishinomaki o la novela del escritor japonés Shusaku Endo que, escrita en 1980 y titulada “El samurai”, recrea la vida y andanzas de Hasekura. También son testimonio de su viaje las estatuas que en su honor adornan varias ciudades que jalonaron su aventura: Sendai en Japón, Acapulco en México, La Habana en Cuba, Coria del Río en España, Civitavecchia en Italia,...


Por terminar con algo curioso, contaros que en 2005 se realizó en España una película de animación, financiada por el ministerio de Cultura y que tenía como finalidad introducir la cultura y los productos españoles en Japón, que de alguna manera rememora estos hechos. La película se titula “Gisaku” y está dirigida por Baltasar Pedrosa, y su argumento recoge en parte esta aventura: a principios del siglo XXI, Yohei, uno de los acompañantes de Hasekura en su viaje de 1614, despierta de un letargo mágico, que le había mantenido inconsciente desde entonces en la ciudad de Sevilla, con la misión de salvar al mundo del tenebroso poder del señor de las tinieblas Gorkan, que encarna el mal y que pretende conseguir la llave de Izanagi que el samurai a su vez debe proteger a toda costa; cometido que alcanza con éxito gracias a la ayuda de dos jóvenes adolescentes sevillanos que le guiarán por el desconocido universo que para este samurai japonés es la España actual.

En esta dirección podéis ver el videoclip: http://movies.filmax.com/gisaku/

© Francisco Arroyo Martín. 2007


Para citar este artículo desde el blog:

ARROYO MARTÍN, Francisco. Hasekura Tsunenaga, un samurái en la Corte de Felipe III. 7 de agosto de 2007. http://franciscoarroyo.blogspot.com/2007/08/hasekura-tsunenaga-un-samuri-en-la.html.

sábado, 14 de julio de 2007

Leganés, ciudad cervantina.


Leganés, ciudad
cervantina
.

Por Francisco Arroyo Martín.






Aquella llamada me sorprendió en pecado mortal. Mi amigo me pedía un “articulillo” para una publicación sobre el aniversario del Quijote; pero no se quedó ahí, además el artículo debería tratar sobre el Quijote o Cervantes y su relación con Leganés, si bien amplió el límite geográfico a la zona sur de Madrid, en una clara muestra de magnanimidad ante mi titubeo inicial. De todas formas, con igual arrogancia y mismo arrojo que el cervantino Caballero del Lago, acepté el reto, sin pensar en los peligros que las negras aguas escondían, e incluso, y esto sí es de mérito, sin recordarle los honorarios que mi ilustre colegio profesional señala para estos casos.

Pero seguía en pecado mortal. A principio de año, casi todos los españoles (por no decir todos) hicimos alguna de estas dos solemnes promesas: “leer el Quijote”, en el caso de aquellos que no superaron la prueba pueril de su lectura; “releer el Quijote”, para aquellos que, con tremenda satisfacción, lo logramos. Inmediatamente, llegaron los Reyes y dejaron bajo el árbol la edición especial del Instituto Cervantes; y quedó su lectura para Semana Santa; acto seguido se pospuso para el puente de mayo; después decidimos que mejor en vacaciones (que hay más tiempo, tranquilidad y reposo y la labor lo requiere); luego fue para el puente del Pilar, ya en estos momentos con una firme reconvención: ¡De ahí no pasa! En este estadio se encontraba un servidor: una petición de un amigo, una relación imposible, una lectura pendiente, un tiempo inexistente y un prurito vanidoso que me impedía rechazar la oportunidad de participar, de alguna forma, en los fastuosos oropeles del centenario.

¡En fin! Lo primero era releer el Quijote; y con mirada atenta y pensamiento agudo buscar, y encontrar claro está, las posibles relaciones entre Leganés (sí, ya; o la zona sur de Madrid) y el mundo cervantino o quijotesco. Determiné que lo mejor era decirle al “jefe” que me diera unos días de asueto en el trabajo y que a cambio ya metería de rondón en el artículo un buen número de acertadas, sutiles y ajustadas referencias en honor y gloria de quien, hoy por hoy, nos da de comer, y, ¿cómo no?, de su augusta, ilustre y egregia persona.

Me armé de valor y al día siguiente, por la mañana tempranito, estaba un servidor haciendo antesala en el despacho principal; y en la espera, ¡él!, apareció ante mí y empezó a crecer desaforadamente y a transformarse grotescamente en aquel gigante usurpador del reino de la princesa Micomicona, aquel que era llamado Pandafilando de la Fosca Vista. Y yo, un pobre mortal falto del valor de don Quijote, quien le hizo frente en camisa de dormir, y además le venció, desangrándole y cortándole la cabeza en singular batalla, con la espada tan sólo como arma, en el castillo manchego que para algunos, víctimas de pérfidos encantadores, era venta; y yo, repito, al contrario de don Quijote, fui asaltado por escalofríos, tiritones y sudores, de los que salí por un brusco golpe de cabeza. Como un resorte me alcé del sofá, me atusé el pelo, me alisé la chaqueta y me compuse el nudo de la corbata; y no sé porqué razón pensé en los sótanos del edifico y los asimilé a la cueva de Montesinos, y también en el tiempo y en las dificultades que los moradores de la cueva tuvieron que pasar para poder salir de ella por las malas artes de Merlín, ese mago francés (no, si es que luego dicen) hijo del diablo, y por la flojera de carnes del buen Sancho.

En estas condiciones, la fortaleza de espíritu insuflada el día anterior se trasformó, en aquel angustioso trance, en flaqueza de ánimo; y de inexpugnable alcázar pasé a frágil empalizada. Y de la misma manera que don Quijote renunció a probar por segunda vez la consistencia, robustez y aguante de su artesanal media celada, yo también renuncié a mi justa pretensión; la ausencia de comprensión y la falta de sensibilidad podrían acarrear unas penosas consecuencias a las que no podía aventurarme.

En estas circunstancias tomé ejemplo de don Quijote y de turbio en turbio lo pasé trabajando y de claro en claro enfrascado en la relectura de la inmortal obra de Cervantes. Pero por más que me esforzaba no encontraba por ningún lado cómo enfocar y relacionar la obra de Cervantes con Leganés; y del poco dormir y del mucho leer al borde estuve de la enajenación y a un punto de renunciar y reconocer mi más absoluta incapacidad ¡El lugar más cercano a Leganés que aparece en el Quijote es Alcobendas! (que ni tan siquiera se encuentra en la socorrida zona sur de Madrid). Lugar de donde era el bachiller Alonso López, quien sufrió en sus carnes y en su pierna el coraje y el arrojo de don Quijote cuando acometió al tétrico y lúgubre desfile fúnebre que transportaba un cadáver desde Baeza a Segovia. Episodio cumbre de las aventuras de nuestro hidalgo en el cual Sancho Panza le dio el sobrenombre, digno del mayor ingenio, del “Caballero de la Triste Figura”.

En esto iban pasando los días y el “articulillo” seguía pendiente. El papel, y su horrible color blanco, me producía el mismo azoro y pánico que la oscuridad de la noche produjo a Sancho en la aventura de los batanes; y, sin llegar al mefítico apremio en el que se vio nuestro orondo escudero, el espantoso y reiterado golpeo de los batanes se reproducía en mi cabeza con la turbadora y repetida pregunta: ¿Qué pongo? ¿Qué pongo? ¿Qué pongo?... Una pesadilla de la cual era incapaz de salir. Así, ofuscado, consternado y a un punto de renunciar a mi bien merecida y mal reconocida gloria, decidí dar un paseo por esta ciudad. Paseo al que, desocupado lector, si no tienes algo mejor que hacer, te invito a que me acompañes.


Mi caminar errático y sin rumbo nos lleva... —¡Oh, destino insondable! ¡Oh, hado imprevisible! ¡Oh, albur inesperable! ¡Oh, azar impensable! ¡Cuán caprichosos os mostráis con el devenir de los humanos! ¡Cómo insignificantes esquifes, nos deriváis por el proceloso Océano y nos conducís a puertos ignotos!—... al “Parque de Miguel de Cervantes”. No dejó de alertar mi curiosidad que el primer homenaje que encontré hacia la figura cervantina en Leganés fuera un parque; además en una zona emblemática de la ciudad, a la puerta del Hospital Severo Ochoa y a lo largo de la avenida Orellana. Se trata de un parque diseñado por Antonio Ruiz Barbarín, y que enmarca con trazos y alineaciones oblicuas el barrio de los Descubridores (mejor rememorar esta faceta que la de la conquista), a los que don Quijote recuerda en la figura del cortesísimo Cortes cuando quema y barrena sus barcos para, movido por la Fama, iniciar un camino sin vuelta atrás. Se trata de un parque de gran originalidad y una fuerte idiosincrasia, que le aportan, principalmente, sus fuentes y la variedad de especies vegetales que existen, entre las cuales me permitirás, amable lector, destacar la decena de abedules que se esfuerzan por arraigar en condiciones tan inhóspitas para ellos; a buen seguro que añoran los fríos del septentrión como el morisco Ricote, tras ser expulsado de España, evocaba y lloraba por su patria.

El parque Miguel de Cervantes también sirve de pórtico al hospital Severo Ochoa, símbolo de la lucha ciudadana en Leganés, sin ninguna duda. Si recordamos el episodio en el cual Sancho se convierte en el gobernador de la ínsula Barataria, reconoceremos que los médicos parecen no salir bien parados en el Quijote. Pero: ¿Acaso no es médico también un tal Lamela? ¿Acaso no se parece este Lamela al infausto doctor Pedro Recio, médico del gobernador Panza? ¿Acaso no acabará Lamela, de seguir en su puesto, con el sistema de salud pública, como Pedro Recio hubiera acabado con Sancho Panza de seguir éste en el cargo? El mismo Sancho diferenciaba bien a los malos y buenos médicos, y así decía del doctor Recio: que quiere que muera de hambre, y afirma que esta muerte es vida, que así se la dé Dios a él y a todos los de su ralea, digo, a la de los malos médicos; que la de los buenos palmas y lauros merecen. Por suerte para los leganenses en “el Severo” contamos con un importante grupo de buenos médicos, enfermeros, celadores, etc.; y en señal de gratitud, bien merecen las palmeras y laureles que adornan algunas de nuestras calles más importantes; que a los médicos sabios, prudentes y discretos los pondré sobre mi cabeza y los honraré como a personas divinas, Sancho Panza “dixit”.

Frente a la entrada del hospital; abocado por una impresionante alineación de liquidambar; cercano a la parada de Metrosur; avecindado a los bustos de los poetas Rafael Alberti y Gabriel Celaya, obras ambas de Eduardo Carretero; ubicado en una pequeña y ornamentada rotonda; y flanqueado por varios ejemplares de thujas; me encontré con la cabeza —nada más y nada menos— del mismísimo Cervantes. Obra en bronce y acero cortén del Andrés Rábago (también conocido por OPS, Jonás, Ubú, El Roto,...) Es bien sabido que no hay constancia cierta de que Cervantes fuera retratado en su tiempo; si bien, existe una imagen de su rostro popularizada por un retrato atribuido a su persona del pintor barroco Juan de Jáuregui, pero del cual, incluso los entendidos, no se ponen del todo de acuerdo. Para conocer su rostro tenemos que recurrir al genial autorretrato que de sí mismo hizo Cervantes en el prólogo de sus “Novelas Ejemplares”:

Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena, algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies. Este digo, que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha...

La fuente de inspiración de Andrés Rábago es palmaria: siguió fiel, puntual y cuidadosamente el autorretrato cervantino en la composición de su obra. De ahí la afirmación lapidaria que encontramos en la escultura: “Este es Cervantes”, para que al observador no le quepa ninguna duda de ante quién y ante qué se encuentra, frente al verdadero retrato de Cervantes. Y lo tenemos aquí, en Leganés.


Evidentemente, este encuentro con el busto de Cervantes me proporcionó un renovado impulso en la redacción del artículo: ¡Hay tema! ¡Hay tema! Comencé a vislumbrar luz donde, hasta entonces, sólo había tinieblas. De nuevo me identifiqué con Sancho Panza cuando, después de abandonar la gobernación de Barataria y de vuelta al palacio de los duques, cayó por una profunda y oscura sima; y tras sentirse muerto en vida la voz de don Quijote vino a devolvérsela. Así de grande fue mi alivio; si bien me dije: frena tu frenesí, apenas unas líneas tienes, mucho camino aún quedarte (hay que reconocer que los galácticos caballeros “jedáis”, al menos en el lenguaje, no les alcanzan a los “andantes” ni a la suela del zapato).

Como no podía ser de otra forma, asombrado lector, continué, espero que con tu compañía, mi deambular por Leganés. Mis pasos nos dirigieron a otro parque: al del Museo de Esculturas al Aire Libre. Llegué allí inconscientemente, ya que siempre que necesito un lugar apacible, sugestivo y tranquilo para reflexionar y poner en claro mis ideas, acabo en este hermoso vergel, donde se puede convertir una caótica y disonante algarabía en una sinfónica y armoniosa balada. Se trata de un bello jardín en donde la naturaleza y el arte se funden y los sentidos se confunden: el cromatismo de las flores se fusiona con la rotundez de las formas, los espacios, los volúmenes...; el olor del césped recién cortado se mezcla con la textura de la piedra, del bronce, del acero...; el crepitar de las hojas secas se une al sabor de aquel beso, de aquella sonrisa, de aquella lágrima...


En este museo se encuentra una estatua de bronce, obra del escultor catalán Apel.les Fenosa y propiedad del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, dedicada a “Orlando furioso”, en la cual aparece Orlando en el momento que, perdido y desesperado, carga con su caballo Brilladoro, al que no quería abandonar en el campo de batalla. El conde Roldán, que así se le conoce en las crónicas medievales castellanas, fue uno de los legendarios pares del rey Carlomagno, que según la leyenda sólo se le podía matar, como a un renacido Ulises, clavándole un alfiler en la planta del pie izquierdo. Finalmente murió, según los romanceros castellanos (los franceses lo cuentan de otra forma, ¿qué otra cosa se podría esperar?), en la batalla de Roncesvalles a manos de Bernardo de Carpio quien, como un nuevo Hércules cuando mató al gigante Anteón, le estranguló al ver que era imposible herirle con la espada.

Orlando (o Rotolando o Roland o Roldán) es descrito por nuestro caballero de la siguiente manera: de mediana estatura, ancho de espaldas, algo estevado, moreno de rostro y barbitaheño, velloso en el cuerpo y de vista amenazadora, corto de razones, pero muy comedido y bien criado. El motivo de la furia de Orlando fue el engaño de Angélica, su enamorada, con Medoro, un morillo de cabellos enrizados —al parecer durmieron juntos algo más de dos siestas—. Por la descripción de Roldán que hizo don Quijote, decía el cura entender porqué prefirió la bella Angélica al joven moro.

Es inevitable rememorar a don Quijote cuando se contempla esta escultura y acordarse de cuando nuestro caballero decidió volverse loco de amor en Sierra Morena, y mostrar así a doña Dulcinea, y al mundo, lo que era capaz de hacer sin motivo, para que pudiera hacerse una idea de lo que podría hacer en caso de tenerlo; si bien, en este episodio algunos quieren ver un puntito de temor de nuestro héroe hacia los cuadrilleros de la Santa Hermandad, tras la liberación de los galeotes. Para esta aventura optó don Quijote por imitar a Amadís de Gaula, el modelo de caballero andante, en sus sollozos, clamores y lamentos; y a Roldan, que arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas..., en sus desatinos, desafueros y locuras —aunque sólo en las más esenciales—.

Con esta reflexión concluí abandonar las napeas y dríadas del parque del Museo de Esculturas al Aire Libre para adentrarnos de nuevo en el laberinto urbano y, a diferencia de Perseo, vagar sin hilo. En estas llegamos a la avenida de La Mancha. ¡Qué decir de esta avenida! Permíteme, paciente lector, una escueta descripción que, aún a riesgo manifiesto de ser acusado de cursilería, a mí, que en el fondo no dejo de ser un espíritu simple, me gusta: esta avenida es, a vista de pájaro, como un tajo esmeralda entre dos conchas de rubís.

Se trata de un lugar de encuentro, que no de frontera, entre dos populosos barrios: Santos y Zarzaquemada. La similitud con la región a la que se rinde homenaje es meridiana: La Mancha es una encrucijada de caminos, un lugar de paso de allí a allá o a acullá. Y el continuo trasiego de personajes que don Quijote se encuentra en los caminos manchegos, así lo demuestra. De igual manera los parques que jalonan la avenida de La Mancha en nuestra ciudad, el parque de los Olivos y el parque Picasso, frutos ambos del diseño de Ricardo Arribas y Benigno Rodríguez, son un lugar de encuentro, un espacio de tránsito, de comunicación, de concurrencia.

Muchas razones se han querido buscar en el enigma con el cual empieza la novela, y por qué razón, o razones, Cervantes no quiso acordarse del lugar de donde era originario Alonso Quijano “el Bueno”. Unos dicen que es donde Cervantes estuvo preso; otros que “lugar” era una población tan despreciable que producía sonrojo (cuando “lugar” se refiere a una población menor que villa pero mayor que aldea); otros que es una alusión indirecta al origen judío de Cervantes (cosa que está por ver); incluso algunos han identificado al famoso “lugar de La Mancha” con: ¡Santander! La verdad es siempre más sencilla, y el propio Cervantes nos la cuenta: cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero. En fin, doctores tiene la literatura, y, como los de todas las ciencias y artes, han de comer.


No se me escapó que uno de los parques que se encuentra en la avenida de La Mancha está dedicado a Pablo Picasso, para mi gusto y mi pobre entendimiento, el artista que mejor ha reflejado a la pareja inmortal de Cervantes en un sencillo dibujo en blanco y negro pero en el que cualquiera, incluso sin necesidad de haber leído el Quijote, identificaría al Caballero de la Triste Figura.


Cómo dejar de señalar que en uno de los extremos de este parque se encuentra el que fue en su tiempo el “anfiteatro” Egáleo, y hoy, acertadamente, es sólo teatro con el mismo nombre. La comedia como actividad literaria, junto con la poesía, es una de las pasiones frustradas de Cervantes; pero en el caso del teatro, el hecho de que se viera absolutamente oscurecido por Lope de Vega, que era, conviene recordar, su más acérrimo enemigo, y por la revolución teatral que trajo consigo el éxito de las obras del “Fénix de los ingenios”, contra la que luchó denudada e infructuosamente Cervantes, le produjo una profunda desazón. Así hace decir al cura del pueblo de don Quijote, “alter ego” de los gustos literarios de Cervantes: porque habiendo de ser la comedia, según le parece a Tulio, espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres y imagen de la verdad, las que ahora se representan son espejos de disparates, ejemplos de necedades e imágenes de lascivia. Concédeme, benévolo lector, licencia para aprovechar este asunto del teatro para recomendar, a todo aquel que no las conozca, esas pequeñas obras maestras que son “los entremeses” cervantinos. Y prosigamos, que esto promete.

Continuamos nuestro paseo por Leganés por la avenida de Juan Carlos I, y topamos con el conjunto escultórico de Juan Bordes “Fuente de LE-GA-NÉS” (popularmente conocido como “Los Cabezones”). Obra de acero cortén y bronce que pretende aunar distintos elementos constructivos y figurativos para conformar un grupo escultórico conceptual, en el que destacan las tres enormes cabezas de bronce trabajadas con técnica e intención expresionista. Frente a estas figuras, inmediatamente mi memoria me trasladó a Barcelona, a la casa de don Antonio Moreno, quien hospedó a don Quijote y a Sancho cuando, por acreditar para siempre de falso y mentiroso al autor del ficticio Quijote del apócrifo Avellaneda, decidió nuestro caballero no acudir a las justas de Zaragoza y pasar directamente a Barcelona; y en concreto al episodio de la cabeza parlante, respondona y adivinadora. Maravillados dejaron a todos los asistentes las respuestas que del bronce salían; excepto a Sancho, quien, en su acusado pragmatismo, lejos de sorprenderse del prodigio de que una escultura hablara, se mostró absolutamente decepcionado por la obviedad de las respuestas. Y tanto se extendió el prodigio por la ciudad condal que el autor del artificio hubo de comparecer ante la todopoderosa Inquisición; cara le pudo salir a don Antonio la broma de la mágica y encantada cabeza polaca (“¡Tate, tate, folloncicos!” Qué nadie me acuse de irrespetuoso: era polaca porque fue hecha y fabricada por uno de los mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo, que creo era polaco de nación y discípulo del famoso Escotillo). Nuestras leganenses cabezas tan sólo ofrecen una respuesta, eso sí, sin truco ni artimaña. Y de forma mancomunada informan, a todo aquel que llega, del nombre de nuestra ciudad, por si algún viajero, despedido y despistado por la maraña indescifrable de letras y números que jalonan nuestros caminos asfaltados, acaba arribando en ella, acaso sin pretenderlo.

Pero, querido lector, sigamos el recorrido del cual me he convertido en tu cicerone. Tenemos en Leganés un barrio que recuerda batallas notorias de la historia de nuestro país; son hechos trágicos, dolorosos y dramáticos que los leganenses no queremos olvidar, para que con su recuerdo podamos evitar que se repitan, para que se queden tan sólo en las páginas de los libros y en las azules placas de las calles. Una de estas calles recuerda la celebérrima batalla naval de Lepanto. De sobra es conocida la definición que hizo Cervantes de esta batalla en el prólogo de la segunda parte del Quijote: la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Cervantes fue soldado a bordo de la nao “La Marquesa” en la batalla naval que se produjo el 7 de octubre de 1571 entre la flota turca y la católica de la Santa Alianza, allá en el golfo de Lepanto, en las lejanas aguas del Egeo. A pesar de estar enfermo, Cervantes pidió a su capitán que le destinara al esquife, puesto de los de mayor peligro, osadía rayana a la temeridad. En el Quijote aparece un personaje, el cautivo, que participó en esta batalla en la que, según sus palabras, se desengañó el mundo y todas las naciones del error en que estaban, creyendo que los turcos eran invencibles por la mar. De este trance, y con tan sólo veinticuatro añitos, salió Cervantes con una herida en el pecho y con su mano izquierda inutilizada, lo que ha servido para que sea común referirse a él como “el manco de Lepanto”. Pero sus desgracias no quedaron ahí, pues, además de sufrir los horrores de la guerra, Cervantes tuvo que probar la amargura de la falta de libertad, y hubo de pasar cinco años cautivo en Argel, tras que fuera apresada la galera “Sol”, en la cual regresaba a España después de varias andanzas por el Mediterráneo. De todas formas, nunca rememoró este episodio con rencor o aversión; muy al contrario siempre lo consideró un momento glorioso de su vida. Si bien el problema turco se arreglaría, según don Quijote, con que el rey católico juntara apenas media docena de los caballeros andantes que vagan por España.

Seguramente, leído lector, habrás caído en la cuenta de que el almirante de la armada católica en esta batalla no era otro que el más insigne, excelso y eximio vecino que jamás haya tenido Leganés. Nada más y nada menos que un hijo de Carlos primero de Castilla y quinto de Alemania; bastardo, eso sí, pero infante de Castilla e infante de Leganés también; conocido por la Historia como don Juan de Austria y por sus vecinos de Leganés como Jeromín. Y en la calle de ese nombre, en el distrito Centro, en lo que era el portalón de entrada al “Patio Callejo”, está la placa con la que recordamos su corta, pero seguro que intensa, estancia en nuestro terruño. Era Jeromín hijo natural del César y de Bárbara de Blomberg y nació en Ratisbona allá por el 1545. Con tan sólo cinco años llegó a Leganés un misterioso niño, del que sólo se sabía que “era hijo de persona principal”; acudió de la mano del ayuda de cámara del emperador Carlos, Adrian de Bois, quien lo alojó en la casa de Ana de Medina, natural del lugar, y de Francisco Massay, músico flamenco de la corte que tocaba la vihuela de arco; y lo puso a cargo del cura, don Bernabé Vela, persona de confianza de Luís Méndez de Quijada (¿pariente de don Quijote?, curioso el apellido para el tema que tratamos), quien, a su vez, era mayordomo del emperador. Parece ser que don Bernabé ponía interés, pero la educación del infante no era la más adecuada; Jeromín dedicaba más tiempo a tirar con ballestilla a los pájaros (quizás en lo que hoy es el patio del colegio que lleva su nombre) que al estudio y a su adecuada formación. Por esta razón se decidió, cuatro años más tarde, trasladarle a Villagarcía de Campos, donde, bajo la tutela de la mujer de Luís Méndez de Quijada, doña Magdalena de Ulloa, culminó su formación y preparación. A buen seguro que don Juan de Austria no olvidaría estos años en Leganés donde pudo disfrutar de un grado de libertad que, con toda probabilidad, le sería desconocido más tarde. Parece, además, que a pesar de estar destinado por su padre a hacer carrera eclesiástica, sus correrías por las huertas de Leganés y los desdichados pajarillos le predestinaron a la carrera de las armas. Haciendo uso de esta profesión y bajo el mandato de su hermano Felipe II, gobernó y condujo la armada católica que destruyó a la flota turca en Lepanto con tan sólo veintiséis años. No hay que olvidar, pues, que este paisano nuestro también dirigió en esa ocasión al mayor ingenio de la literatura castellana, y dichosamente con fortuna.

Pero dejemos atrás los vetustos y añejos recuerdos, nostálgico lector, y sigamos paseando por Leganés. Muy cerca de la calle Jeromín, en la plaza de España, surge una de las estatuas más queridas en Leganés: “Mujer en libertad”, obra en bronce de José Leal. Cuando pasé a su lado recordé uno de los pasajes más bellos del Quijote:

La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre. ¿Puede añadirse algo más? A buen seguro que no.

No lejos de allí, entre el sol y la luna, te podré decir, parafraseando a don Quijote: “con el manicomio hemos dado, amigo lector”. Espero que cuando leas este artículo los responsables regionales de la sanidad se hayan apiadado del edificio y lo hayan rescatado de su segura ruina, y en consecuencia todavía esté en pie su estupenda fachada neomudejar. El falso Quijote del apócrifo Avellaneda acaba sus días como un orate, encerrado en el frenopático de Toledo; pero el genuino, el verdadero, el auténtico muere cuando muere su locura, como dijo el cura: Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano. ¿A quién le interesa la vida de Alonso Quijano “el Bueno”? Pero volvamos a nuestro psiquiátrico: algunos locos ilustres han pasado por la puerta de la antigua Casa de Locos de Santa Isabel o del moderno Instituto Psiquiátrico José Germain; recuerdo, a bote pronto, al poeta Leopoldo Panero, morador del Instituto y vecino nuestro durante muchos años. Los leganenses compartimos con don Quijote ser un referente y un símbolo de la locura y de los locos. Es imposible olvidar las alusiones que sobre el manicomio de Leganés hacen varios literatos del siglo XIX, especialmente Galdós que lo cita varias veces en algunas de sus obras más importantes: “Fortunata y Jacinta”, “La desheredada”, “Misericordia”,... Como muestra un botón: allá por el 1898 se estrenó en el teatro Maravillas de Madrid un disparatado “apropósito cómico-lírico”, titulado “Leganés, 15—3 T”, texto de Felipe Pérez Capo y libreto de Mariano Hermoso y Manuel Chalons, en el cual se explican los dislates y desatinos de la revista representando la obra como creación “de tres de Leganés”; sin más, queda justificado el absurdo de la revista. No olvidemos que, como decía la copla:

Tres cosas tiene Leganés

que no las tiene Getafe:

casa de locos, cuartel

y el huerto del tío Tomate.


De las tres, la casa de locos es la única que queda (no sé por cuánto tiempo); así que digamos como el eclesiástico que reprendía sus locuras a don Quijote cuando el duque hizo gobernador a Sancho: mirad si no han de ser ellos locos, pues los cuerdos canonizan sus locuras.

Pero prosigamos, curioso lector, con nuestro paseo. Me dirijo ahora al barrio del Carrascal y en el camino me tropiezo con el edificio Sabatini, antiguo cuartel saboyano y moderna universidad carolina, edificio del prestigioso arquitecto italiano Francisco Sabatini ¡Qué mejor motivo para recordar el memorable discurso de las armas y las letras que hizo don Quijote! En este discurso, acorde a la profesión que profesaba nuestro caballero, las armas ganan por goleada a las letras; éstas, según don Quijote, deben hacer buenas leyes y garantizar su cumplimiento para lograr una justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo; fin loable y excelso, pero que no alcanza a la finalidad de las armas, que no es otra que la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida. En esto, siento decirlo, los leganenses nos distanciamos de don Quijote, y hace algunos años ya que apostamos por las letras como primera opción para la paz. De todas formas, algunos queremos pensar que, en nuestros días, el bueno de don Quijote habría marchado, a pie o a caballo, a nuestro lado por la paz y en contra de la guerra.

Al cruzar Zarzaquemada en el paseo de La Solidaridad, nos encontraremos con la estatua ecuestre de “Orestes”, de José Seguiri. De la leyenda trágica de este héroe clásico (¡Oye!, de culebrón venezolano: a petición de su hermana, mató a su madre en venganza por el asesinato de su padre) no se acuerda Cervantes, pero sí de su ejemplar amistad con Pílades; a la que pone como comparativo de la que se tuvieron Rocinante y el rucio de Sancho, digo que, dice Cervantes, dicen que dejó el autor escrito.

En la marcha hacia el este por Zarzaquemada, a la altura de la Casa de los Niños (edificio del no menos prestigioso arquitecto José María Pérez “Perídis”), nos hallamos, de improviso, rodeados de los felinos de bronce de la “Plaza de los Gatos”, obra de Adrián Carra. En este lugar ¿cómo no evocar la burla de los gatos que los duques aragoneses le hicieron a don Quijote?, una de las más divertidas y a la vez dolorosa. La bella y cruel Altisidora suspiraba de amor por don Quijote, lo que obligaba a nuestro héroe a realizar ingentes esfuerzos por preservar su castidad y su amor por la entonces encantada Dulcinea; tarea difícil, dado el ardor y la pasión que la adolescente ponía en su quehacer. En esto, ya de noche, don Quijote se asomó al balcón de su aposento en un intento de desengañar a Altisidora; y sin decir agua va fue atacado por una jauría de diablos gatunos que, encencerrados por las colas y encerrados en un saco, atacaron despiadadamente a nuestro caballero; quien, ciego por la oscuridad y sordo por el estruendo, daba cuchilladas al aire en un vano e inútil empeño de defenderse de la legión de fieras endiabladas que miañaban por doquier. La aventura acabó con el rostro de nuestro héroe surcado de arañazos y con sus narices horadadas por los colmillos de un gato que no se arrendó a pesar de las amenazas que profería don Quijote: ¡No me le quite nadie, déjenme mano a mano con este demonio, con este hechicero, con este encantador; que yo le daré a entender, de mí a él, quién es don Quijote de la Mancha! Lo cierto es que nuestra canalla gatesca, es más queda, más sorda y mucho más pacífica.

Seguimos andando, y en el camino nos encontramos la fuente de La Noria, que nos evoca la aventura del barco encantado en el Ebro, en la cual, amo y escudero, estuvieron a punto de morir ahogados o destrozados por una aceña; y en la que no me entretengo ya que se va haciendo tarde y nos queda aún un buen trecho.

Tras atravesar el Carrascal llegamos, andante lector, a la avenida de la Lengua Española; impresionante avenida de amplios carriles, medianas arboladas y paseos ajardinados, que antes simplemente era la carretera de Villaverde. Qué mejor homenaje para la lengua española que el propio Quijote. No deja de sorprender la clarividencia de Cervantes, que, en el prólogo de la segunda parte de don Quijote, en la dedicatoria que hace a Pedro Fernández de Castro, VII conde de Lemos, le dice (¿en tono de sorna?) que ha recibido carta del emperador de China, en lengua chinesca, en la cual le informa que tiene intención de abrir un colegio en China donde se enseñe la lengua castellana y quería que el libro que se leyese fuese el de la historia de don Quijote. Lo cierto es que el Quijote es una obra universal traducida a todas las lenguas cultas, y que ya en su época fue un éxito editorial importante; así, la primera edición en inglés fue en 1612 y en francés en 1614, las dos antes de que saliera de imprenta la segunda parte; los demás idiomas europeos siguieron la serie con celeridad. El vaticinio de don Quijote que de su historia se imprimirían treinta mil veces de millares, sin que el cielo lo haya remediado, se superó hace ya muchas décadas.

En esta avenida, en una de las rotondas de acceso a Parquesur, encontramos una escultura dedicada a “Rocinante”, obra en bronce patinado de Wenceslao Jiménez. Se trata de un Rocinante… ¿cómo decirlo?, sorprendente, portentoso, extraordinario, asombroso, prodigioso, admirable, grandioso, imponente,… A nadie se le escapa que la figura que se nos representa tiene poco que ver (por no decir nada en absoluto) con la idea que todos tenemos de Rocinante y de la descripción que de esta mítica cabalgadura se hace en la novela; Cervantes nos lo pinta flaco, muy flaco, flaquísimo, tanto que se convirtió en el nombre de todos los rocines flacos: estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia y propiedad se le había puesto el nombre de Rocinante. Por contra el autor parece que pretende mostrar la imagen idealizada que de Rocinante tenía don Quijote: fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que “tantum pellis et ossa fuit”, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban. En fin, doctores tiene la escultura, y como los de todas las ciencias y artes han de comer.

Rocinante era, con diferencia, mucho más templado, sosegado y tranquilo que toda la caterva de caballos famosos: no se parecía a Bucéfalo ni a Babieca ni a Pegaso ni a Brilladoro ni a Bayarte ni a Frontino ni a Bootes ni a Peritoa ni a Orelio ni a Hipogrifo ni siquiera a Clavileño el Alígero. Tanto se diferenciaba de ellos que sólo en la batalla contra el Caballero de los Espejos se le conoce a Rocinante haber corrido algo; además, la única ocasión en que sabemos que Rocinante sintió picores y deseos poco castos fue en la aventura de los yangüeses y acabó apaleado, maltrecho y derrengado por los suelos, y con él su caballero y escudero. Pero, a pesar de ser tan diferente, puede encabezar la lista de caballos famosos; aunque se llevara la culpa de la derrota definitiva de don Quijote frente al Caballero de la Blanca Luna. Tan grave fue el cargo que a punto estuvo de ser ahorcado por este delito en el camino de vuelta a la anónima aldea de nuestros héroes; pero el espíritu agradecido de don Quijote no lo permitió: —Pues ni él [Rocinante] ni las armas —replicó don Quijote—, quiero que se ahorquen, porque no se diga que a buen servicio mal galardón.

Me despido de la rotonda, y de la estatua, recordando un trozo del diálogo que, en forma de soneto, mantuvieron Babieca y Rocinante:

Babieca: Metafísico estáis

Rocinante: Es que no como

La avenida de la Lengua Española nos lleva al monumento capital de Leganés relacionado con don Quijote y Cervantes: la escultura de acero corten y bronce titulada “Homenaje a la Lengua Española”, obra de Aurelio Teno. Este Quijote leganense conecta directamente con otros dos monumentos del mismo autor, dedicados al mismo personaje y ubicados en las capitales de los Estados Unidos y de Argentina: Washington, Buenos Aires y Leganés, los tres vértices del triángulo cervantino y atlántico de Aurelio Teno (verdad que da un “no sé qué” el codearse con los más grandes). Con un acusado modelado expresionista, el autor nos representa la figura de don Quijote alzando con sus brazos la cabeza, apenas esbozada, de Rocinante. Las figuras se erigen encima de un voluminoso libro de acero cortén; parece que don Quijote quiere sobrepasar los angostos cañones de la palabra y, con su cabalgadura, volar por las dilatadas llanuras del espíritu, de la misma forma que un idioma no sólo es un mecanismo, más o menos eficaz, de transmisión de información sino que es parte fundamental del acerbo cultural que define y conforma las sociedades de los hombres. El conjunto escultórico está rodeado de flores en un homenaje agradecido y sentido de todos los leganenses a nuestra lengua común, y por extensión a don Quijote y a toda la miríada de personajes literarios, reales o de ficción, que nos permiten vivir desde el sofá, desde el metro, desde la piscina, desde…cualquier lugar, las más remotas aventuras, las más entusiastas pasiones y las más excitantes vidas.

La gran novela de Cervantes, en sí, y los personajes que aparecen en ella, han sido objeto de innumerables estudios, ensayos, conferencias, reflexiones, tesis doctorales, artículos (en algunos casos “articulillos”), ediciones, etc.; y, en consecuencia, también han sido multitud los autores, literatos, filósofos, lingüistas, historiadores, pintores, escultores, intelectuales (en algunos casos “intelectualillos”), pensadores, etc. que de una u otra forma han abordado el tema. Por lo tanto es tarea imposible, y con seguridad ingenua, pretender recoger sumariamente una frase, una afirmación, una imagen, ..., que pueda poner en común tantos y tan diversos puntos de vista, y en algunos casos tan discrepantes; por eso, me limitaré a reproducir la descripción que de la primera parte del Quijote hacía el bachiller Sansón Carrasco cuando le explicaba, al mismo don Quijote, el éxito de su historia: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran.

En fin, paciente lector, parece que nuestro recorrido se acerca poco a poco a su final, y dejando atrás la avenida de la Lengua Española ponemos rumbo al barrio de San Nicasio, en concreto a la avenida del Mar Mediterráneo. Como el mar al que está dedicado, que parece un patio de vecinos gigante, nuestra avenida es donde confluyen varios barrios del distrito de San Nicasio: Ríos, Campo de Tiro y V Centenario, y también el barrio de La Fortuna. La casualidad ha querido, por un lado, que en esta calle esté el colegio que Leganés dedica a la ya glosada batalla de Lepanto, para Cervantes su mayor momento de gloria; y juntarlo con el de mayor dolor para don Quijote, ya que fue en las playas de Barcelona, a orillas del Mediterráneo precisamente, donde nuestro Caballero de los Leones perdió su singular y último lance contra el Caballero de la Blanca Luna, lo que le obligó a retirarse durante un año a su aldea y renunciar al uso de las armas durante ese tiempo. Tremendas condiciones que don Quijote aceptó porque estaba obligado por las leyes de la caballería andante, pero a lo que no estuvo dispuesto fue a reconocer que existiera, ni tan siquiera que pudiera existir, otra más bella que Dulcinea; e incluso estando ya derribado, y el Caballero de la Blanca Luna intimándole con la punta de la lanza en su cuello, revindicó don Quijote su amor y su entrega a la princesa manchega. Se trata de uno de los momentos más tristes de la novela cervantina, donde hasta el más insensible corre riesgo de sentir humedad en los ojos. En cuanto a las emociones que genera, sólo son comparables a las que suscita el diálogo que mantienen amo y escudero cuando, derrotados y abatidos, regresan a su aldea, y Sancho, contagiado del mal de su amo, le anima para pasar el año de penitencia disfrazados de pastores en los montes, selvas y prados de la aldea; incluso don Quijote ya piensa en sus nombres: yo el pastor Quijótiz, y tú el pastor Pancino; pero no se quedó ahí, Sansón Carrasco sería Sansino o Carrascón; el barbero maese Nicolás, Miculoso; el cura, Curiambro; Teresa, Teresona; y Dulcinea, ¡ay!, Dulcinea sólo podía ser Dulcinea.

Para compensar estos sentimientos, quiero informarte, afligido lector, que al margen de esta avenida se erige, sugestivo, el nuevo centro cívico municipal, que está dedicado a José Saramago, un portugués que se ha convertido en una de las glorias de las letras castellanas. El edificio, obra de Manuel del Vals y que de alguna manera evoca la romana plaza de San Pedro, parece querer acoger en su seno diáfano y límpido al visitante e introducirlo, por un patio de agua y plantas, en el templo de la cultura que conforman su gran biblioteca y su magnífico teatro dedicado a José Monleón.

Cuando dejo la avenida del Mediterráneo, recuerdo las desconsoladas y amargas palabras con las que clamó don Quijote cuando salió de Barcelona:

—Aquí fue Troya; aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias; aquí usó la Fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se oscurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para jamás levantarse.

Nuestro periplo llega a su fin, estimado lector, atravieso el barrio de las Provincias, dirección Valdepelayo, y en el altozano de la calle Aragón diviso el colegio público dedicado a la memoria de Miguel de Cervantes. En este punto tan sólo me queda culminar el traslado de su autorretrato:

Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria.

En la aprobación de la segunda parte del Quijote, el licenciado Márquez Torres cuenta que cuando estuvo en Francia, con motivo de las negociaciones de las bodas entre príncipes e infantas de aquel reino y el de España, descubrió que Cervantes era conocido y alabado por los caballeros franceses, no sólo por el Quijote, sino también por “La Galatea” y por sus “Novelas Ejemplares”. El licenciado sigue su relato apenado porque, ante las insistentes preguntas de los franceses sobre la persona de Cervantes, tuvo que confesar que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras: «Pues ¿a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario publico?». Pues que se sepa, afecto lector, que Leganés si honra y ensalza como se merece la memoria de Cervantes y de sus creaciones.

Por todo esto digo que Leganés es, y así debe ser reconocida a partir de ahora, una de las ciudades cervantinas de mayor importancia en España, e incluso en el mundo. De todas formas, habrá ciegos que continuarán viendo una bacía donde reluce el dorado metal del yelmo de Mambrino; pues a esos les proclamo: ¡Leganés, ciudad cervantina!, y quien lo contrario dijere, le haré yo conocer que miente, si fuere caballero, y si escudero, que remiente mil veces.



Así, fiel lector, termino el “articulillo”, y hago mías las palabras de Cervantes en el prólogo de la segunda parte del Quijote: ¿Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro?

Vale.

© Francisco Arroyo Martín

Para citar este artículo desde el blog:
ARROYO MARTÍN, Francisco. Leganés, ciudad cervantina. http://franciscoarroyo.blogspot.com/. 14 julio de 2007.

© Fotografías: José Luis Sampedro y archivo Ayto. Leganés

El artículo está publicado en:
  • ARROYO MARTÍN, Francisco. Leganés, ciudad cervantina; en: AA.VV. Jornadas Cervantinas: El Quijote IV Centenario. Leganés. Madrid. Instituto de Estudio Históricos del sur de Madrid «Jiménez de Gregorio» y Ayto de Leganés, 2005, págs. 11-25.
  • ARROYO MARTÍN, Francisco. Leganés, ciudad cervantina; en: AA.VV. Memoria: El Quijote IV Centenario. Leganés, editado por Juan Alonso Resalt. Madrid. Instituto de Estudio Históricos del sur de Madrid «Jiménez de Gregorio» y Ayto de Leganés, 2006, págs. 95-111.