por Francisco Arroyo
Parece ser que en 1642, Dios estaba un pelín enojoso con los españoles. Así lo recogen los avisos que un jesuita madrileño escribía al padre general de la orden el 16 de agosto de 1642.
El caso es que hubo una gran tormenta en Burgos; tan grande que se hundió el crucero de la catedral y derribó algunas de las agujas que coronaban, y coronan aún, sus esbeltas torres y campanarios. Si esto pasó con la catedral, imaginaos lo que debió pasar con las casas y edificios de la ciudad y de la comarca. Arcos quedó prácticamente arrasado, muriendo muchos de los moradores de las casas; se dice que fueron incontables los árboles que arrancó la tormenta a su paso; y no menos fueron los caseríos y granjas arrasadas, los viñedos arrancados a cuajo, y las huertas y campos de cultivo destrozadas. En la Rioja llovieron piedras como ladrillos de grandes. Con tanta fuerza rugieron los elementos, que cuentan las crónicas que el agua de los ríos se revolvió y ascendía ribera arriba. Tal estrépito y fragor maravillaba y aterraba a todos, creyendo muchos que era el fin del mundo lo que llegaba.
Pero lo más terrorífico fue cuando en Burgos tronó con fuerza inusitada un espanto bramido que decía:
¡Déxame acabar de una vez con esto!
De lo cual dedujeron y conjeturaron que Dios estaba airado con los españoles y que alguna alma piadosa se interponía y le intentaba apaciguar.
Lo cierto es que eran momentos difíciles para la monarquía católica: Portugal y Cataluña estaban en franca rebelión; la primera con la elección de un nuevo rey, Juan IV, en vez de Felipe IV; y los catalanes habiendo nombrado a Luis XIII de Francia como conde de Barcelona y en consecuencia príncipe y señor de Cataluña. Lidiaban las tropas realistas de Felipe IV en los dos frentes y con ventura adversa en esos días. Además se había conocido una conspiración en Andalucía, inspirada por el duque de Medina Sidonia, para constituirse en un reino independiente; y otra similar en Aragón por el de Hijar. En esa situación no era raro que un desastre como el que describe el padre jesuita se pensara en esos momentos que sólo era posible por la ira de Dios.
Pero lo más curioso es la última conjetura en la cual un ánima bondadosa le sujeta, como si de un bravucón tabernario se tratara, para que calme su ira y detenga su furia.
Recogido por: VALLADARES, Antonio. Semanario Erudito. Madrid: Antonio Espinosa, 1740. t. 33, p. 16.
© Francisco Arroyo Martín. 2007
Para citar este artículo desde el blog:
ARROYO MARTÍN, Francisco. Cuando Dios quiso acabar con esto. 12 de noviembre de 2007. http://franciscoarroyo.blogspot.com/2007/11/cuando-dios-quiso-acabar-con-esto.html
3 comentarios:
Me parece sorprendente justificar como enfado divino las catastrofes naturales que suceden en la Tierra. Siempre habrá alguien que piense en que existe un poder por encima nuestro, quizá un poder divino, que es el que nos martiriza. Deberíamos pensar mejor en no realizar tantas fechorias contra la madre naturaleza porque parece que es ella y no otro quien las devuelve. Cuidemos la tierra. (no sé si es muy adecuado este comentario en un blog de historia pero me parece importante porque mañana cuando escriban lo que pasó en nuestros días será historia antigua)
Pues a mí me parece de los más apropiado. En la situación actual, ¿no os parece que las mujeres y hombres comprometidos, la asociaciones ecologistas, etc. son el ánima virtuosa que sujeta a la iracunda humanidad para que no acabe con todo?
Sí, aunque más que sujeta, lo intenta, y no sé si el esfuerzo de tan pocos servirá para detener el ansia destructor de tantos y tan poderosos. Se supone que se está tomando conciencia, que está de moda eso de declararse ecologista, de reciclar, de comprarse un coche que te dicen “verde” (sin pararse a mirar si de verdad lo es). Pero me preocupa eso, que esta aptitud sea algo pasajero y exterior, que la gente no haga un verdadero ejercicio de virtud, que esto de la ecología se esté convirtiendo en una chaqueta que, por comodidad, es mejor quitarse cuando se llega a casa. Desde luego las declaraciones de personajes como Rajoy no ayudan a paliar que esto no se convierta en una simple moda, y en el fondo gran parte de la sociedad sigue creyendo que el alarmismo de la comunidad científica y ecologistas de verdad es exagerado. ¿Qué tiene que suceder para que nos tomemos este gran problema en serio? ¿Hasta cuando podremos detener la irresponsabilidad destructura de tantos? ¿Hasta cuando el cambio será todavía una posibilidad que nos lleve a un feliz destino?
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