Por Francisco Arroyo
A pesar de que en un primer momento pudiera parecer lo contrario, los criterios morales respecto a la prostitución eran bastante laxos en la sociedad barroca española. Baste decir que dentro de la organizada y reglamentada estructura militar de los tercios, se contemplaba la presencia de un determinado número de mujeres públicas por cada unidad militar, además se indicaban como debían ser sus vestidos o los lugares y momentos en los cuales podían ejercer su oficio, entre otros aspectos, incluso la oficialía llegaba a establecer las tasas y honorarios de estas mujeres. No se puede decir lo mismo en el caso de la prostitución masculina, ya que las relaciones "contra Natura" eran consideradas como el pecado nefando y se castigaban con extremo rigor, en algunos casos con la muerte; y esto ocurría independientemente del sexo de los amantes.
Como pasaba en todas las grandes urbes del reino de Castilla la práctica de la prostitución se venía regulando al menos desde 1337 con el Ordenamiento de Alfonso XI. Destacando particularmente las ordenanzas sevillanas de 1553, que servirán de modelo para el resto de las normas municipales. Quizás la principal característica de estas normas era que no proscribían la prostitución sino que lo que prohibían era que se ejerciera en cualquier lugar y que pudieran confundirse las prostitutas con el resto de mujeres.
En esta línea, la principal preocupación de los dirigentes municipales madrileños no era la preservación de la castidad y la honra, sino mantener en lo posible el orden público y una pacífica convivencia. El organismo de vigilar y controlar la prostitución en la capital de la monarquía hispánica era la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, excepto en el propio Palacio Real, donde los oficiales municipales carecían de jurisdicción. A diferencia de lo que ocurre en nuestros días, los ayuntamientos tenían importantes competencias policiales y judiciales, siempre en primera instancia, sobre un gran número de aspectos de la vida social. Por un lado aplicaban las leyes generales del reino y, por otro, las ordenanzas y disposiciones de estricto carácter local que se aplicaban únicamente en su ámbito jurisdiccional [que en el caso de Madrid, en algunos asuntos, abarcaban también a su "Tierra" o alfoz].
La ordenanza que en los primeros años del siglo XVII regulaba la práctica de la prostitución en Madrid, entre otros muchos aspectos, era el Pregón General para la governación de esta Corte [1] donde se recogía la necesidad de separar las “damas y mujeres honrosas” de las “cortesanas enamoradas”. A este objeto se obligaba a la residencia obligatoria de las prostitutas, y a la ubicación de los burdeles, en un barrio determinado; en concreto, en Madrid se estableció que fuera en el barranco de Lavapiés, lo que hoy es el barrio de su mismo nombre.
Además se establecía que la actividad de cualquier mujer enamorada ramera o cantonera, debía estar supervisada por la propia Sala y tan sólo se permitía el ejercicio de su oficio en casa pública y sin dependencia de rufianes [2], bajo una pena de cien azotes y la pérdida de sus vestidos y enseres; así se les prohibía vestir sedas y demás telas lujosas o portar joyas. La norma también prohibía la práctica sexual en caso de tener enfermedades venéreas so pena, también, de cien azotes y el destierro de la ciudad, castigo que se hacía extensivo a quien sabiéndolo no lo denunciara; a este fin los cirujanos de la Cárcel de Corte tenían entre sus obligaciones visitar periódicamente “el barranco”. También se mandaba que cada burdel o mancebía debía contar con un padre y una madre que debían garantizar el cumplimiento de la normativa, el orden público y el pago de los aranceles de la propia casa a las arcas municipales; no pudiendo tratar bajo ningún concepto con las prostitutas por el uso de su oficio, tan sólo podían cobrarlas por la ropa limpia, la comida, el uso del ajuar, etc. También estaba prohibido portar cualquier tipo de arma dentro de los burdeles, con el objetivo de eliminar en lo posible las peleas y desórdenes que inevitablemente se relacionaban con este mundo de hampa y bajos fondos; a este fin también se prohibían la venta de bebidas y los juegos de azar [Si hacemos caso a la imagen no pasaba lo mismo en los burdeles de los Países Bajos holandeses].
El afán reglamentista llegaba a establecer unos requisitos para ser prostituta, como eran ser mayor de doce años, ser huérfana o de padres desconocidos, no ser noble y haber perdido la virginidad antes de iniciarse en las labores del sexo, entre otros. El juez, antes de otorgar el oportuno permiso, tenía la obligación de persuadir a la muchacha para que no eligiera tan negro destino.
Por otro lado, los sectores religiosos más estrictos intentaron por todos los medios erradicar la prostitución de la ciudad; así vemos como los jesuitas presionaron para que la Sala ordenara el cierre de los burdeles durante fechas señaladas del calendario religioso; o, también, las habituales “misiones” para redimir las almas pecadoras de estas mujeres, que habitualmente se hacían todos los 22 de julio, día de santa María Magdalena, y los viernes santos, y que solían acabar con un buen número de ellas en el convento de las arrepentidas de Atocha.
A pesar de todo, limitar y reglamentar la prostitución era tan complicado como poner puertas al campo, e inmediatamente después de proclamarse las reglas se buscaban medios para saltarse la norma. Así se constatan innumerables expedientes en la documentación de la Sala que tenían como fin sancionar el establecimiento ilegal de cortesanas enamoradas fuera de los lugares acotados para ella, muchas de ellas casadas en matrimonios de conveniencia con sus propios rufianes o con maridos resignados; actuaciones de castigo que, dado su elevado número, se fueron limitando a las calles y zonas principales de la ciudad. Esta situación llevó a Felipe IV a prohibir la práctica de la prostitución con varias pragmáticas en 1623, de nuevo en 1632 y otra vez en 1661; pragmáticas que como tantas y tantas leyes de la época no tuvieron ningún resultado práctico, tan sólo agravar y hacer más difícil la vida de estas mujeres.
© Francisco Arroyo Martín. 2007
Para citar este artículo desde el blog:
ARROYO MARTÍN, Francisco. La prostitución en el Madrid del siglo XVII. http://franciscoarroyo.blogspot.com/2007/12/la-prostitucin-en-el-madrid-del-siglo.html
7 de diciembre de 2007.
Referencias de la imagen:
Escena en un burdel. 1650. Nicolaus Knüpfer
Rijksmuseum o Museo Nacional de Ámsterdam. Holanda.
[1] Archivo Histórico Nacional, Consejos, Sala de Alcaldes de Casa y Corte, Libro 1199.
[2] Que así les denominaba a los proxenetas.
1 comentario:
Muy curioso el artículo, la Historia nos sigue sorprendiendo cada día. Ha llamado mi atención el hecho de que un juez te tuviera que autorizar para ejercer esta actividad así como las condiciones impuestas para ser prostiruta, los doce años, y el no ser virgen en especial. Sin duda ha venido a mi cabeza "La Celestina", aquella mujer que componía virgos como quien hace churros. Incluso, ya enlazando con la actualidad, hace poco salió en la TV una noticia que me pareció increíble: lo mismo que hacia aquella vieja, lo de componer virgos, se hace en la actualidad, pero en pretigiosas clínicas de cirugía (ahora, eso sí, más seguro y por unos 4000 eurazos). Por lo visto es una operación muy popular, y los motivos no han cambiado mucho de los que nos describía Fernando de Rojas en su novela: algunas clientas, las que son prostitutas, van para venderse por virgen una, dos, tres veces, y las que haga falta; y otras mujeres acuden a esta operación en busca de ese "honor" perdido en algún momento de debilidad. Sin duda la historia se repite, y asombra.
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