El I marqués de Leganés se llamaba Diego Messía y Guzmán y era el cuarto hijo del conde de Uceda [ojo no confundir con el duque del mismo nombre]. Este personaje tuvo la suerte de ser primo del conde duque de Olivares, todopoderoso valido de Felipe IV; y gracias a este parentesco, e imagino que alguna valía suya, pudo ascender en el escalafón militar, social y económico de su época. Llegó a ser general de los ejércitos del rey católico en Flandes, Portugal, Alemania y Cataluña; gobernador de Milán, presidente del Consejo de Flandes, y bastantes más cosas. Tuvo algunos éxitos sonados en su azarosa vida militar, destacando la victoria sobre los suecos en Nördlinguer (1634) o el victorioso socorro de Lérida de 1647; junto con otros sonoros fracasos: en Lérida en 1642 o en la toma de la fortaleza de Casale (1639).
Siendo apenas un adolescente viajó a la corte de Bruselas, en calidad de menino de la infanta Clara Isabel de Austria (hermana de Felipe III); con breves estancias en Madrid, pasaría veinte años en la capital belga, donde pudo medrar en esta corte y alcanzar una cierta notoriedad y riqueza. Fama y fortuna que se multiplicaron cuando su primo el conde duque de Olivares alcanzó la privanza del joven Felipe IV.
Este auge social le permitió la compra de los derechos señoriales de la entonces aldea de Leganés (que desde ese momento pasó a ser villa), allá por 1626, por unos 20.000 ducados [una verdadera fortuna] y convertirse así en señor de vasallos, requisito imprescindible para poder gozar de un título nobiliario. En estas, al año siguiente, el rey Felipe IV le otorgó el título de Marqués de Leganés, título con el que alcanzaría la Grandeza de España en 1641; en tan sólo catorce años pasó de ser un simple caballero de Santiago a Grande de España, algo no muy habitual en la época. Una vez titulado se cambió el nombre y pasó a llamarse Diego Felípez de Guzmán, en honor a sus benefactores.
En su vida se le acusó de aprovecharse de sus cargos y de enriquecerse ilícitamente; tras la muerte de su protector (Olivares, en 1643), sufrió un duro proceso judicial en que le acusaron de ladrón y de cobarde en el sitio de Lérida de 1642, pero de este juicio salió absuelto y volvió a dirigir los ejércitos de Felipe IV en la guerra franco-catalana y portuguesa en los años siguientes.
Murió en 1655 en su espléndido palacio que se situaba entre las actuales calles de San Bernardo, Flor Alta, Libreros y Marqués de Leganés de Madrid. Aparte de este palacio tuvo otra grandiosa casa en Morata de Tajuña (los herederos al marquesado de Leganés son marqueses de Morata) y en nuestra ciudad una casa de campo, a la que se referían como la “Huerta de Leganés” en la vega del arroyo de Butarque. En estas viviendas estaba diseminada su magnífica colección de pinturas, que llegó a contar con 1.333 obras en el momento de su muerte, siendo una de las mayores colecciones privadas de arte de su época, no sólo de España sino de toda Europa.
La línea del marquesado quedó sin sucesión directa tras la muerte sin descendencia del nieto del primer marqués en 1711, así el título familiar pasó a engrosar la ya gruesa lista de títulos de la Casa de Altamira que llegó a tener acumuladas ¡14 Grandezas de España! Actualmente el título de marqués de Leganés (el XIV) lo posee Gonzalo Barón y Gavito (que es también duque de Sessa, de Atrisco y conde de Altamira entre otros títulos) y parece que vive en México D.F.
El coleccionismo de arte en el siglo XVII
En el siglo XVII hubo una verdadera fiebre por el coleccionismo; por cualquier serie de artilugios u objetos que alguien pueda imaginar: calaveras enanas, relojes, autómatas, fósiles, ídolos aztecas que se traían de América o los finos y delicados cristales de Murano, conchas marinas, estatuas romanas,...; cualquier cosa podía ser objeto de colección de los espíritus caprichosos y asombradizos de la nobleza de la época. Las colecciones se acumulaban en las lujosas cámaras de sus mansiones y ellos competían orgullosos por mostrarlas a todo el mundo. Tal fue su profusión que se llegaron dividir y clasificar de sugerentes maneras; así a las colecciones de artilugios originados por el ingenio humano las llamaban “artificialias”, y “naturalias” a las que producía la naturaleza.
La nobleza no hacía con esta costumbre otra cosa que copiar a los reyes, que eran los primeros en acumular objetos y artefactos para su distracción, solaz y deleite. Y el arte pictórico (en todas sus manifestaciones: lienzo, tabla, tapiz, grabado, etc.) no podía ser menos. En la España del siglo XVII destaca la figura de Felipe IV, que atesoró una innumerable colección de pinturas. Tres razones influyeron en este afán real: el propio gusto personal del monarca, la presencia de Velázquez como primer pintor real y la ornamentación del palacio del Buen Retiro como obra arquitectónica más señalada de la época. Pero de todas formas, no hacía otra cosa que seguir el modelo de su abuelo, Felipe II, a quien, por su pasión por los libros y códices antiguos, debemos que España posea la más completa biblioteca medieval del mundo en El Escorial.
Las salas del palacio del Buen Retiro de Felipe IV albergaron la mejor y más completa pinacoteca de su época, con cuadros de todas las escuelas y géneros pictóricos, que además era uno de los primeros ejemplos de una colección organizada con algún criterio específico: sala de paisajes, sala de retratos, sala de bufones, sala de las batallas, etc.
En este ambiente no es raro que las colecciones se prodigarán entre la nobleza española del siglo XVII. Destacando las colecciones del duque de Monterrey, marqués de Leganés, conde de Benavente, marqués de la Torre, Jerónimo Villafuerte Zapata, Juan de Velasco, Juan de Lastosa, Jerónimo Funes Muñoz, Suero de Quiñones o Juan de Espina, entre otras muchas dignas de reconocimiento. La visita, admiración y elogio, en su caso, de las colecciones era actividad obligada en la sociedad de la época; muchos grandes literatos nos dejaron glosas de las mismas: entre otros, Gracián, Carducho o el mismo Quevedo.
Por referir algunas de las colecciones más curiosas, citaré la de Juan de Velasco que se componía de curiosidades de la naturaleza y de multitud de autómatas. O la de Juan de Lastosa, en Huesca, que reunía una serie de autómatas que representaban a los más diversos animales salvajes, reales o ficticios: dragones, leones, leopardos, grifos, elefantes, rinocerontes, camellos, panteras, tigres,... O la colección de primorosos instrumentos musicales que, entro otras muchas series singulares, poseía el enigmático madrileño Juan de Espina, quien ordenó en su testamento la destrucción de una colección de figuras humanas de damas y galanes que tenía dispuestas por los corredores de su casa en fingidas fiestas (¿y bacanales?).
El marqués de Leganés es un fiel exponente de esta costumbre, que en su caso casi se convirtió en una obsesión. Es asombroso el número de artilugios que atesoraba en sus casas según se desprende del inventario que se hizo de sus bienes tras su muerte: relojes [algunos con autómatas, como en la plaza Mayor de Leganés; ¡Cuántas vueltas da el mundo!], espadas, piezas de artillería, estatuas (entre ellas una veintena de bustos de bronce de emperadores romanos), espejos,... Vicente Carducho, en sus Diálogos de la pintura (Madrid, 1633), destaca de la colección del marqués de Leganés, además de sus cuadros, su "muchedumbre" de ricos muebles y sus "espejos singulares", así como sus "relojes extraordinarios". En verdad, un sin fin de objetos, pero lo verdaderamente asombroso era su colección de pinturas: ¡más de 1.300 pinturas poseía el buen señor! Tan sólo por el número ya sería extraordinaria [el palacio del Buen Retiro tenía unos 800 cuadros], pero lo verdaderamente importante era la calidad de gran parte de las obras que contenía. Pero no fue el único potentado enamorado del arte, también eran notables las colecciones de pinturas del conde de Monterrey, del marqués de Castel Rodrigo, del almirante de Castilla, del duque del infantado o la del protonotario Jerónimo de Villanueva; y no sólo los nobles acumulaban pinturas, sirva como ejemplo que Las Hilanderas de Velázquez pertenecía a la esplendida colección del “plebeyo” Juan de Arce.
La colección de arte del marqués de Leganés. Inventario de la colección
El marqués de Leganés fue uno de los principales coleccionista de arte de la España del barroco, e incluso de toda Europa; poseyó obras de autores españoles, italianos y, sobre todo, flamencos. Aparte de su gusto por las obras pictóricas, Leganés contó con dos grandes ventajas para desarrollar su pasión por los cuadros, primero una fortuna personal que le permitió adquirir obras de los pintores de mayor renombre, y, en segundo lugar, una actividad diplomática, militar y política que le permitió viajar por Europa y acceder a los más prestigiosos artistas de su época, en particular debieron de ser muy fructíferas sus prolongadas estancias en los Países Bajos e Italia.
La colección de don Diego Felípez de Guzmán, incluía en 1655, año en que muere el marqués, 1.333 obras, reunidas a lo largo de toda su vida, especialmente en los años en que tuvo mayor auge su carrera política y militar. La mayor parte de las obras eran de pintura flamenca de su época, con cuadros de Rubens, van Dyck, Jordaens, Snyders, Paul de Vos, Gaspar de Crayer, Daniel Seghers, Frans Zinder, Clara Peeters, Alexander van Adrianssen, Frans Ykens, Paul Bril, Jan Brueghel de Velours, Joost de Romper, Jan Wildens,...; con muchos de estos pintores mantuvo incluso un trató personal en diversas ocasiones. En particular debió ser muy cercana su relación con Rubens, a quien conoció en su estancia juvenil en Flandes; tanto, que cuando este pintor estuvo en Madrid en los años 1628 y 1629 (curiosamente para una misión diplomática: negociar, por orden de Felipe IV, un tratado de paz con Inglaterra) se hospedó en la casa del marqués, para quien realizó varios cuadros, entre los que destaca el de “Inmaculada Concepción” (museo del Prado); cuadro que el marqués regalaría a Felipe IV. Rubens alabó el juicio artístico del marqués de Leganés con estas palabras: Se puede contar entre los más grandes conocedores del arte de la pintura que hay en el mundo. La colección se completaba con un buen número de obras de los más afamados pintores flamencos de los siglos XV y XVI: Jan van Eyck, Roger van der Weyden, El Bosco, Patinar, Metsys, Mabuse, Antonio Moro y Quintin Massys.
También era muy importante la presencia de los artistas italianos en la colección, ya que contaba con obras de los principales pintores del Renacimiento, como Rafael, Veronés, Tiziano, Correggio, Palma el Viejo, Perugino, Andrea del Sarto, Giorgio di Castelfranco, Giorgione, los Bassano,... La serie de pintores italianos se completaba con un buen número de cuadros de autores pertenecientes al manierismo y al barroco italiano: Bronzino, Giovanni Battista Crespi, Lodovico Cigoli, Guido Reni, Francesco del Cairo, Gaudenzio Ferrari, Giovanna Garçoni, Paris Bordone, Rosso Florentino o Scipione Gaetano.
En comparación con la presencia de cuadros flamencos, las obras de la escuela española era mucho menos importante en el conjunto de la colección, pero de todas formas no faltaban cuadros de las mejores figuras de su época, incluyendo obras de Velázquez, José de Ribera, Juan van der Hamen, Francisco Collantes o Juan Fernández “el Labrador”. La serie española se completaba con cuadros de artistas de finales del siglo XVI, como Alonso Sánchez Coello, Juan Pantoja de la Cruz, Juan Fernández de Navarrete “el Mudo” o el Greco. Finalmente había un extenso complemento de retratos de familia, escudos de armas y paisajes de autores anónimos.
Esta magnífica colección de obras de arte se mantuvo prácticamente intacta durante los siglos XVII y XVIII. En la propia Casa de Leganés hasta 1711, año en el que muere el III marqués de Leganés sin descendencia directa. Tras esta muerte, el mayorazgo, el título y la colección de pinturas del marqués de Leganés pasaron a engrosar los bienes de la Casa de Altamira, donde la colección permaneció prácticamente indivisa hasta que la ruina económica de esta Casa nobiliaria a principios del siglo XIX, llevó a que gran parte de esta colección se subastara públicamente el almoneda en 1833; uno de los principales compradores fue el marqués de Salamanca, quien a su vez se vio obligado a subastar al menos otros cuarenta cuadros en París en 1867. De esta forma se produjo la dispersión absoluta de la colección ante la indiferencia de un estado español que entonces no alcanzó a comprender el expolio cultural que se estaba produciendo. Hoy sus cuadros identificados (ni de lejos lo están todos) aparecen diseminados por todo el mundo en los más importantes museos y en las mejores colecciones privadas de arte (Prado, Rubenshuis, Palacio de Viana, National Galery of Washington, Cerralbo, Castres, Museum of Fine Arts, Kaiser Friedrich, Royaux des Beaux-Arts de Belgique, Graphische Sammlung Albertina, Paul Getty, Várez-Fisa, Naseiro, marqueses de Ayamonte, Banco Central,...)
Algunas de las pinturas de la colección del marqués de Leganés que pueden verse en el museo del Prado
Como un pequeño botón de muestra en este artículo quiero presentar media docena de estos cuadros que integran la exposición permanente del museo y otro más que inexplicablemente se oculta ordinariamente a los visitantes. Me refiero a La Inmaculada Concepción de Rubens; sirva también este artículo como instancia a quien corresponda y pueda para que se incluya a ser posible en la exposición permanente del prado.
Siendo apenas un adolescente viajó a la corte de Bruselas, en calidad de menino de la infanta Clara Isabel de Austria (hermana de Felipe III); con breves estancias en Madrid, pasaría veinte años en la capital belga, donde pudo medrar en esta corte y alcanzar una cierta notoriedad y riqueza. Fama y fortuna que se multiplicaron cuando su primo el conde duque de Olivares alcanzó la privanza del joven Felipe IV.
Este auge social le permitió la compra de los derechos señoriales de la entonces aldea de Leganés (que desde ese momento pasó a ser villa), allá por 1626, por unos 20.000 ducados [una verdadera fortuna] y convertirse así en señor de vasallos, requisito imprescindible para poder gozar de un título nobiliario. En estas, al año siguiente, el rey Felipe IV le otorgó el título de Marqués de Leganés, título con el que alcanzaría la Grandeza de España en 1641; en tan sólo catorce años pasó de ser un simple caballero de Santiago a Grande de España, algo no muy habitual en la época. Una vez titulado se cambió el nombre y pasó a llamarse Diego Felípez de Guzmán, en honor a sus benefactores.
En su vida se le acusó de aprovecharse de sus cargos y de enriquecerse ilícitamente; tras la muerte de su protector (Olivares, en 1643), sufrió un duro proceso judicial en que le acusaron de ladrón y de cobarde en el sitio de Lérida de 1642, pero de este juicio salió absuelto y volvió a dirigir los ejércitos de Felipe IV en la guerra franco-catalana y portuguesa en los años siguientes.
Murió en 1655 en su espléndido palacio que se situaba entre las actuales calles de San Bernardo, Flor Alta, Libreros y Marqués de Leganés de Madrid. Aparte de este palacio tuvo otra grandiosa casa en Morata de Tajuña (los herederos al marquesado de Leganés son marqueses de Morata) y en nuestra ciudad una casa de campo, a la que se referían como la “Huerta de Leganés” en la vega del arroyo de Butarque. En estas viviendas estaba diseminada su magnífica colección de pinturas, que llegó a contar con 1.333 obras en el momento de su muerte, siendo una de las mayores colecciones privadas de arte de su época, no sólo de España sino de toda Europa.
La línea del marquesado quedó sin sucesión directa tras la muerte sin descendencia del nieto del primer marqués en 1711, así el título familiar pasó a engrosar la ya gruesa lista de títulos de la Casa de Altamira que llegó a tener acumuladas ¡14 Grandezas de España! Actualmente el título de marqués de Leganés (el XIV) lo posee Gonzalo Barón y Gavito (que es también duque de Sessa, de Atrisco y conde de Altamira entre otros títulos) y parece que vive en México D.F.
El coleccionismo de arte en el siglo XVII
En el siglo XVII hubo una verdadera fiebre por el coleccionismo; por cualquier serie de artilugios u objetos que alguien pueda imaginar: calaveras enanas, relojes, autómatas, fósiles, ídolos aztecas que se traían de América o los finos y delicados cristales de Murano, conchas marinas, estatuas romanas,...; cualquier cosa podía ser objeto de colección de los espíritus caprichosos y asombradizos de la nobleza de la época. Las colecciones se acumulaban en las lujosas cámaras de sus mansiones y ellos competían orgullosos por mostrarlas a todo el mundo. Tal fue su profusión que se llegaron dividir y clasificar de sugerentes maneras; así a las colecciones de artilugios originados por el ingenio humano las llamaban “artificialias”, y “naturalias” a las que producía la naturaleza.
La nobleza no hacía con esta costumbre otra cosa que copiar a los reyes, que eran los primeros en acumular objetos y artefactos para su distracción, solaz y deleite. Y el arte pictórico (en todas sus manifestaciones: lienzo, tabla, tapiz, grabado, etc.) no podía ser menos. En la España del siglo XVII destaca la figura de Felipe IV, que atesoró una innumerable colección de pinturas. Tres razones influyeron en este afán real: el propio gusto personal del monarca, la presencia de Velázquez como primer pintor real y la ornamentación del palacio del Buen Retiro como obra arquitectónica más señalada de la época. Pero de todas formas, no hacía otra cosa que seguir el modelo de su abuelo, Felipe II, a quien, por su pasión por los libros y códices antiguos, debemos que España posea la más completa biblioteca medieval del mundo en El Escorial.
Las salas del palacio del Buen Retiro de Felipe IV albergaron la mejor y más completa pinacoteca de su época, con cuadros de todas las escuelas y géneros pictóricos, que además era uno de los primeros ejemplos de una colección organizada con algún criterio específico: sala de paisajes, sala de retratos, sala de bufones, sala de las batallas, etc.
En este ambiente no es raro que las colecciones se prodigarán entre la nobleza española del siglo XVII. Destacando las colecciones del duque de Monterrey, marqués de Leganés, conde de Benavente, marqués de la Torre, Jerónimo Villafuerte Zapata, Juan de Velasco, Juan de Lastosa, Jerónimo Funes Muñoz, Suero de Quiñones o Juan de Espina, entre otras muchas dignas de reconocimiento. La visita, admiración y elogio, en su caso, de las colecciones era actividad obligada en la sociedad de la época; muchos grandes literatos nos dejaron glosas de las mismas: entre otros, Gracián, Carducho o el mismo Quevedo.
Por referir algunas de las colecciones más curiosas, citaré la de Juan de Velasco que se componía de curiosidades de la naturaleza y de multitud de autómatas. O la de Juan de Lastosa, en Huesca, que reunía una serie de autómatas que representaban a los más diversos animales salvajes, reales o ficticios: dragones, leones, leopardos, grifos, elefantes, rinocerontes, camellos, panteras, tigres,... O la colección de primorosos instrumentos musicales que, entro otras muchas series singulares, poseía el enigmático madrileño Juan de Espina, quien ordenó en su testamento la destrucción de una colección de figuras humanas de damas y galanes que tenía dispuestas por los corredores de su casa en fingidas fiestas (¿y bacanales?).
El marqués de Leganés es un fiel exponente de esta costumbre, que en su caso casi se convirtió en una obsesión. Es asombroso el número de artilugios que atesoraba en sus casas según se desprende del inventario que se hizo de sus bienes tras su muerte: relojes [algunos con autómatas, como en la plaza Mayor de Leganés; ¡Cuántas vueltas da el mundo!], espadas, piezas de artillería, estatuas (entre ellas una veintena de bustos de bronce de emperadores romanos), espejos,... Vicente Carducho, en sus Diálogos de la pintura (Madrid, 1633), destaca de la colección del marqués de Leganés, además de sus cuadros, su "muchedumbre" de ricos muebles y sus "espejos singulares", así como sus "relojes extraordinarios". En verdad, un sin fin de objetos, pero lo verdaderamente asombroso era su colección de pinturas: ¡más de 1.300 pinturas poseía el buen señor! Tan sólo por el número ya sería extraordinaria [el palacio del Buen Retiro tenía unos 800 cuadros], pero lo verdaderamente importante era la calidad de gran parte de las obras que contenía. Pero no fue el único potentado enamorado del arte, también eran notables las colecciones de pinturas del conde de Monterrey, del marqués de Castel Rodrigo, del almirante de Castilla, del duque del infantado o la del protonotario Jerónimo de Villanueva; y no sólo los nobles acumulaban pinturas, sirva como ejemplo que Las Hilanderas de Velázquez pertenecía a la esplendida colección del “plebeyo” Juan de Arce.
La colección de arte del marqués de Leganés. Inventario de la colección
El marqués de Leganés fue uno de los principales coleccionista de arte de la España del barroco, e incluso de toda Europa; poseyó obras de autores españoles, italianos y, sobre todo, flamencos. Aparte de su gusto por las obras pictóricas, Leganés contó con dos grandes ventajas para desarrollar su pasión por los cuadros, primero una fortuna personal que le permitió adquirir obras de los pintores de mayor renombre, y, en segundo lugar, una actividad diplomática, militar y política que le permitió viajar por Europa y acceder a los más prestigiosos artistas de su época, en particular debieron de ser muy fructíferas sus prolongadas estancias en los Países Bajos e Italia.
La colección de don Diego Felípez de Guzmán, incluía en 1655, año en que muere el marqués, 1.333 obras, reunidas a lo largo de toda su vida, especialmente en los años en que tuvo mayor auge su carrera política y militar. La mayor parte de las obras eran de pintura flamenca de su época, con cuadros de Rubens, van Dyck, Jordaens, Snyders, Paul de Vos, Gaspar de Crayer, Daniel Seghers, Frans Zinder, Clara Peeters, Alexander van Adrianssen, Frans Ykens, Paul Bril, Jan Brueghel de Velours, Joost de Romper, Jan Wildens,...; con muchos de estos pintores mantuvo incluso un trató personal en diversas ocasiones. En particular debió ser muy cercana su relación con Rubens, a quien conoció en su estancia juvenil en Flandes; tanto, que cuando este pintor estuvo en Madrid en los años 1628 y 1629 (curiosamente para una misión diplomática: negociar, por orden de Felipe IV, un tratado de paz con Inglaterra) se hospedó en la casa del marqués, para quien realizó varios cuadros, entre los que destaca el de “Inmaculada Concepción” (museo del Prado); cuadro que el marqués regalaría a Felipe IV. Rubens alabó el juicio artístico del marqués de Leganés con estas palabras: Se puede contar entre los más grandes conocedores del arte de la pintura que hay en el mundo. La colección se completaba con un buen número de obras de los más afamados pintores flamencos de los siglos XV y XVI: Jan van Eyck, Roger van der Weyden, El Bosco, Patinar, Metsys, Mabuse, Antonio Moro y Quintin Massys.
También era muy importante la presencia de los artistas italianos en la colección, ya que contaba con obras de los principales pintores del Renacimiento, como Rafael, Veronés, Tiziano, Correggio, Palma el Viejo, Perugino, Andrea del Sarto, Giorgio di Castelfranco, Giorgione, los Bassano,... La serie de pintores italianos se completaba con un buen número de cuadros de autores pertenecientes al manierismo y al barroco italiano: Bronzino, Giovanni Battista Crespi, Lodovico Cigoli, Guido Reni, Francesco del Cairo, Gaudenzio Ferrari, Giovanna Garçoni, Paris Bordone, Rosso Florentino o Scipione Gaetano.
En comparación con la presencia de cuadros flamencos, las obras de la escuela española era mucho menos importante en el conjunto de la colección, pero de todas formas no faltaban cuadros de las mejores figuras de su época, incluyendo obras de Velázquez, José de Ribera, Juan van der Hamen, Francisco Collantes o Juan Fernández “el Labrador”. La serie española se completaba con cuadros de artistas de finales del siglo XVI, como Alonso Sánchez Coello, Juan Pantoja de la Cruz, Juan Fernández de Navarrete “el Mudo” o el Greco. Finalmente había un extenso complemento de retratos de familia, escudos de armas y paisajes de autores anónimos.
Esta magnífica colección de obras de arte se mantuvo prácticamente intacta durante los siglos XVII y XVIII. En la propia Casa de Leganés hasta 1711, año en el que muere el III marqués de Leganés sin descendencia directa. Tras esta muerte, el mayorazgo, el título y la colección de pinturas del marqués de Leganés pasaron a engrosar los bienes de la Casa de Altamira, donde la colección permaneció prácticamente indivisa hasta que la ruina económica de esta Casa nobiliaria a principios del siglo XIX, llevó a que gran parte de esta colección se subastara públicamente el almoneda en 1833; uno de los principales compradores fue el marqués de Salamanca, quien a su vez se vio obligado a subastar al menos otros cuarenta cuadros en París en 1867. De esta forma se produjo la dispersión absoluta de la colección ante la indiferencia de un estado español que entonces no alcanzó a comprender el expolio cultural que se estaba produciendo. Hoy sus cuadros identificados (ni de lejos lo están todos) aparecen diseminados por todo el mundo en los más importantes museos y en las mejores colecciones privadas de arte (Prado, Rubenshuis, Palacio de Viana, National Galery of Washington, Cerralbo, Castres, Museum of Fine Arts, Kaiser Friedrich, Royaux des Beaux-Arts de Belgique, Graphische Sammlung Albertina, Paul Getty, Várez-Fisa, Naseiro, marqueses de Ayamonte, Banco Central,...)
Algunas de las pinturas de la colección del marqués de Leganés que pueden verse en el museo del Prado
Son numerosas las obras pertenecientes al museo del Prado que en su momento formaron parte de la colección de pinturas del marqués de Leganés, muchas de las cuales no se encuentran en la exposición permanente del museo y esperan en sus depósitos una oportunidad para que puedan ser admiradas.
Como un pequeño botón de muestra en este artículo quiero presentar media docena de estos cuadros que integran la exposición permanente del museo y otro más que inexplicablemente se oculta ordinariamente a los visitantes. Me refiero a La Inmaculada Concepción de Rubens; sirva también este artículo como instancia a quien corresponda y pueda para que se incluya a ser posible en la exposición permanente del prado.
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Vieja mesándose los cabellos de Quintin Massys (¤ Lovaina, 1465; † Amberes, 1530), después de 1501, óleo, 55 cm x 40 cm [cat. Prado 3074; inventario marqués Leganés nº 33]
Se trata de la representación de una figura femenina de medio cuerpo que sobre un fondo negro aparece en una posición muy forzada y mesándose los cabellos. Sobre el valor simbólico de la obra se ha pensado que pueda tratarse de una alegoría sobre la Envidia o la Ira, que solían representarse con gestos grotescos y estrambóticos. Los estudios pictóricos que trataba de representar los gestos exagerados con escorzos casi imposibles fueron muy habituales en los pintores renacentistas.
Quintín Massys es el máximo exponente de la escuela de Amberes y fue un pintor que conoció y trató con Erasmo y Tomás Moro y puso el arte pictórico al servicio del humanismo.
Vieja mesándose los cabellos de Quintin Massys (¤ Lovaina, 1465; † Amberes, 1530), después de 1501, óleo, 55 cm x 40 cm [cat. Prado 3074; inventario marqués Leganés nº 33]
Se trata de la representación de una figura femenina de medio cuerpo que sobre un fondo negro aparece en una posición muy forzada y mesándose los cabellos. Sobre el valor simbólico de la obra se ha pensado que pueda tratarse de una alegoría sobre la Envidia o la Ira, que solían representarse con gestos grotescos y estrambóticos. Los estudios pictóricos que trataba de representar los gestos exagerados con escorzos casi imposibles fueron muy habituales en los pintores renacentistas.
Quintín Massys es el máximo exponente de la escuela de Amberes y fue un pintor que conoció y trató con Erasmo y Tomás Moro y puso el arte pictórico al servicio del humanismo.
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Federico Gonzaga, duque de Mantua de Tiziano Vecellio (¤ Pieve di Cadore, h. 1485; † Venecia, 1576), 1529, óleo sobre tabla, 125 cm x 99 cm, [cat. Prado 408; inventario marqués Leganés nº 14]
Es el retrato de Federico Gonzaga (1500-1540), duque de Mantua. El príncipe italiano aparece vestido con un elegante jubón de seda azul, y se destaca en la composición el rosario que le cuelga del pecho y el perro maltés que acaricia con la mano derecha mientras con la izquierda sujeta la espada. Todos estos elementos no se deben al azar, sino que obedecen a una simbología muy concreta: se trata de un cuadro destinado a copiarse y distribuirse por las cortes europeas para buscar esposa; el perro significa la fidelidad conyugal y el rosario el arrepentimiento de la vida disoluta que había llevado. Toda una declaración de intenciones.
Tiziano es uno de los más versátiles pintores del renacimiento italiano y destacó por la maestría en el uso del color, siempre luminoso y radiante.
Acto de devoción de Rodolfo I de Habsburgo de Pedro Pablo Rubens (¤ Siegen, 1577; † Amberes, 1640) y Jan Wildens (¤ Amberes, 1586; † Amberes, 1653), antes de 1630, óleo, 198 cm x 283 cm, [cat. Prado 1645; inventario marqués Leganés nº 105]
La escena narra un episodio de la vida de Rodolfo I, fundador de la dinastía de los Habsburgo.
Según la tradición familiar Rodolfo estaba de caza con su escudero, Regulo de Kyburg, cuando se encontró con un sacerdote y un sacristán que llevaban la eucaristía a un moribundo. Ni corto ni perezoso, Rodolfo cedió sus cabalgaduras a los religiosos para que acudieran prestos a salvar el alma del moribundo, demostrando así su devoción por el sagrado sacramento. Es curioso que lo que no pasa de una anécdota, para los Austrias fuera un hecho clave para su bagaje familiar y dinástico. El paisaje es obra de Wildens y las figuras de Rubens.
Jan Wildens era un pintor flamenco que trabajó en el taller de Rubens, especializándose en la representación de coloridos y equilibrado paisajes, como el de esta obra.
Federico Gonzaga, duque de Mantua de Tiziano Vecellio (¤ Pieve di Cadore, h. 1485; † Venecia, 1576), 1529, óleo sobre tabla, 125 cm x 99 cm, [cat. Prado 408; inventario marqués Leganés nº 14]
Es el retrato de Federico Gonzaga (1500-1540), duque de Mantua. El príncipe italiano aparece vestido con un elegante jubón de seda azul, y se destaca en la composición el rosario que le cuelga del pecho y el perro maltés que acaricia con la mano derecha mientras con la izquierda sujeta la espada. Todos estos elementos no se deben al azar, sino que obedecen a una simbología muy concreta: se trata de un cuadro destinado a copiarse y distribuirse por las cortes europeas para buscar esposa; el perro significa la fidelidad conyugal y el rosario el arrepentimiento de la vida disoluta que había llevado. Toda una declaración de intenciones.
Tiziano es uno de los más versátiles pintores del renacimiento italiano y destacó por la maestría en el uso del color, siempre luminoso y radiante.
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Acto de devoción de Rodolfo I de Habsburgo de Pedro Pablo Rubens (¤ Siegen, 1577; † Amberes, 1640) y Jan Wildens (¤ Amberes, 1586; † Amberes, 1653), antes de 1630, óleo, 198 cm x 283 cm, [cat. Prado 1645; inventario marqués Leganés nº 105]
La escena narra un episodio de la vida de Rodolfo I, fundador de la dinastía de los Habsburgo.
Según la tradición familiar Rodolfo estaba de caza con su escudero, Regulo de Kyburg, cuando se encontró con un sacerdote y un sacristán que llevaban la eucaristía a un moribundo. Ni corto ni perezoso, Rodolfo cedió sus cabalgaduras a los religiosos para que acudieran prestos a salvar el alma del moribundo, demostrando así su devoción por el sagrado sacramento. Es curioso que lo que no pasa de una anécdota, para los Austrias fuera un hecho clave para su bagaje familiar y dinástico. El paisaje es obra de Wildens y las figuras de Rubens.
Jan Wildens era un pintor flamenco que trabajó en el taller de Rubens, especializándose en la representación de coloridos y equilibrado paisajes, como el de esta obra.
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La visión de San Huberto de Rubens y Jan Brueghel 'el Viejo' (¤ Bruselas, 1568; † Amberes, 1625), entre 1615-1620, óleo sobre tabla, 63 cm x 100 cm, [cat. Prado 1411; inventario marqués Leganés nº 38]
La escena narra el momento de la conversión de san Huberto. El santo se encontró a un magnífico ejemplar de ciervo cuando participaba en una batida de caza. Justo cuando se disponía a asaetarle contempló la aparición de una cruz entre las astas del animal, momento en el que se produjo su conversión al cristianismo. Este santo vivió en Lieja, en los Países Bajos, y su conversión fue ampliamente representada por los pintores flamencos.
El cuadro es fruto de la colaboración entre Rubens y Brueghel; de la mano del primero son los personajes del santo y el magnífico caballo y del segundo el esplendió paisaje que enmarca la escena.
Jan Brueghel 'el Viejo' fue un prolífico pintor flamenco que se especializó en naturalezas muertas, paisajes y marcos de flores; género muy apreciado por el gusto de la época.
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La muerte de Séneca de Rubens, 1636, óleo, 184 cm x 155 cm, [cat. Prado 3048; inventario marqués Leganés nº 882]
El pintor nos presenta al anciano filósofo desnudo, introduciendo los pies en una bacía, donde parece esperar su muerte. Tras él vemos a un anciano abriéndose las venas (lo mismo que hará el filósofo por orden de Nerón) y un joven tomando nota de las últimas palabras del sabio, acompañado de dos soldados que contemplan la escena.
De este cuadro hay que significar que no existen referencias ambientales, pues las figuras ocupan todo el espacio compositivo, surgiendo a la luz de la absoluta oscuridad, lo que aporta una sensación de ahogo y de angustia que aumenta el dramatismo de la escena. Sensación que se agrava con los escorzos de los personajes, en particular el del mismo Séneca que parece agacharse para entrar en el cuadro. Muchos críticos han querido ver en este cuadro un homenaje de Rubens a Miguel Ángel en la figura del filósofo y a Caravaggio en el uso del contraluz.
Parece que se trata de una obra del taller de Rubens, si bien no existe consenso sobre las partes que fueron pintadas por el genial pintor; tan sólo hay acuerdo en atribuirle la cabeza del filósofo, mientras que el resto está en discusión
Rubens se considera como el representante más genuino y completo del estilo barroco en la pintura de Europa del Norte. Su influencia en la pintura europea fue muy grande gracias a su amplia producción y a la difusión que tuvo su obra por el uso del grabado.
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Retrato de enano de Juan van der Hamen y León (¤ Madrid, 1596; † Madrid, 1631), hacia 1616, óleo, 122 cm x 87 cm, [cat. Prado 7065; inventario marqués Leganés nº 541]
El cuadro es de un enano ricamente vestido y armado, que sostiene un bastón de mando en la mano derecha. Este atributo de poder militar solo al alcance de los capitanes generales, no correspondía al retratado. Con seguridad se trata de uno de los bufones que pululaban por la Corte de Felipe IV, a quienes se les vestía con lujo y ostentación al modo de grandes personajes.
En el inventario del marqués de Leganés se le nombra como retrato del “enano del conde de Olivares”, denominación que posiblemente se debía al parecido con el valido del rey. El cuadro formaba parte de una serie de ocho retratos de bufones muy conocidos de la Corte (dos de ellos pintados por Velázquez, según el inventario) que se ubicaban en la casa de campo que el marqués tenía en Leganés. Se trata de un retrato de una factura extraordinaria en el que destaca el delicado detallismo con el que está tratado el terno y especialmente la fuerza expresiva del retratado.
Juan van der Hamen es un pintor español de origen flamenco que es conocido sobre todo como un excelente pintor de bodegones, aunque también realizó pintura religiosa y retratos, como este, de gran calidad.
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La inmaculada Concepción de Rubens, entre 1628 y 1629, óleo, 198 cm x 134 cm, [cat. Prado 1627]
Se trata de uno de las mejores representaciones de la Virgen, que viste una túnica roja bajo un manto azul. Siguiendo la iconografía clásica de este tipo de representación católica, la Virgen se representa coronada de estrellas y pisando la serpiente que porta la manzana del Pecado, significando la victoria de la madre de Dios sobre le pecado original. Este triunfo también se representa en las palmas y laureles que portan los ángeles que la acompañan. El arrebato de los ropajes deja entrever una composición muy “escultórica” que resalta las formas y los volúmenes del cuerpo de la Virgen.
Este cuadro pintado durante la estancia del pintor en Madrid en 1628, refleja las características del más puro estilo de Rubens, combinando el dinamismo compositivo propio del barroco con el ideal de belleza sereno y clásico que refleja el rostro de la Virgen.
El cuadro está pintado para el marqués de Leganés, quien, a buen seguro que con dolor, se lo regala a Felipe IV, quien lo destinó al oratorio del monasterio de El Escorial. Debido a un añadido que se hizo al original que modificó sus dimensiones, durante muchos años la Inmaculada de Rubens estuvo “perdida”, mientras que en los inventarios de las colecciones reales el cuadro pasó por ser obra de Erasmus Quellinus. Fue Matías Díaz Padrón, en 1966, quien desentramó el equívoco y el cuadro recupero su autoría verdadera.
Sin ningún género de dudas, se trata de una obra de arte de primerísimo orden que merece formar parte de la colección permanente del Prado junto al resto de las obras maestras del autor.
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Bibliografía
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URL
Museo del Prado: http://www.museodelprado.es/bienvenido/
Biblioteca Nacional de Madrid: http://www.bne.es/
Ministerio de Cultura, museos: http://www.mcu.es/museos/index.html
La Ciudad de la Pintura: http://pintura.aut.org/
Wikipedia: http://www.wikipedia.org/
© Francisco Arroyo Martín. 2009
Artículo publicado por el autor en el número 2 de la Revista Cultural EL ZOCO.
Para citar este artículo desde el blog: ARROYO MARTÍN, Francisco. La Colección de Pinturas del I Marqués de Leganés.http://elartedelahistoria.wordpress.com/2009/12/07/la-coleccion-de-pinturas-del-i-marques-de-leganes/. 2009.
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