Vamos a recorrer el árbol familiar con las definiciones actuales (cada un cierto tiempo las cambian, por si fuera poco lioso de por sí para hacerlo más difícil). Comparándolo con una familia, los homo (los hombres) seríamos una especie de primos de los pan (los chimpancés) con un abuelo común, por eso ambos somos homininis. Con los gorillini (los gorilas) nuestro parentesco es de un grado más, teníamos en común con ellos un bisabuelo muy majete que nos hace a todos del clan de los homininae. Y con los ponginae (los orangutanes) el parentesco es ya más lejano, pero a pesar de todos tenemos un tatarabuelo muy simpático que se puso de pie sobre las patas traseras y nos hizo que todos seamos hominidae. Después están los hylobatidae (los gibones), unos primos tan lejanos que cuando nos cruzamos con ellos apenas nos reconoceríamos si no fuera porque compartimos un superabuelo que perdió la cola y nos hizo a todos de los hominoidea desrabados. Por último, estaría el gran patriarca común que nos hizo primates gracias entre cosas a su dedo pulgar oponible y que nos convierte en parientes, a modo de ejemplo, de los strepsirrhini (los lémures, entre otros muchos).
Bien, de este gran patriarca del que conocemos muy poco, ¿qué diríamos de él ante una súbita aparición? Seguro que algo así: «¡Tá bicho! ¡Jodio mono, lo feo que es!» Evidentemente el subrayado es mío y es la prueba irrefutable de lo que somos: unos jodidos monos que nos las damos de listos y por eso nos tenemos que diferenciar del resto de primos. Y para hacerlo en algún momento tuvimos que dejar de ser monos para ser otra cosa; vamos a intentar ver cuándo.
En la familia de los homos, nosotros, los sapiens, somos los más jovencitos. Antes tuvimos unos hermanos mayores, que a buen seguro Dios guarda en su Gloria y de los que fuimos aprendiendo poco a poco truquitos, trampillas, mañas y cosas así. Volveremos a ellos, pero no quiero olvidar a un medio hermano… medio primo que vivió con nuestra familia allá por África y al que le dio por coleccionar piedras rotas; le llamaron australopiteco (el mono del sur) y nunca se entendió muy bien su manía coleccionista. Coincidió algún tiempo con nuestro hermano mayor, el homo habilis. Este no andaba todo lo bien que la prestancia familiar exige, pero destacó por sus dotes observadoras y por una cierta indolencia. Así, viendo las colecciones pétreas de su primo, se dijo: «¿Para qué voy a ir a buscar piedras rotas si yo las puedo romper aquí, sentadito a la fresca de la cueva?» Y de esta forma comenzó la fabricación de herramientas, que para muchos es el punto determinante entre los estadios homo y piteco.
La familia empezó a crecer con el homo erectus, que heredo la habilidad de su hermano a la hora de romper piedras y fabricar cachivaches y trastos; y como era muy avispado mejoró mucho el tipo de objetos y herramientas, dando lugar a una especialización de los utensilios y de las tareas. Para otros pensadores esta división del trabajo y la socialización de la convivencia es el punto determinante. También muchos señalan la posibilidad de que poseyera algún tipo de lenguaje simbólico.
Este hermano nuestro, ya andaba erguido y le movía un espíritu aventurero envidiable; así el resto de los hermanos más próximos (rudolfensis, georgicus, antecessor, cepranensis, floresiensis, heidelbergensis, etc.) marcharon alegres y esperanzados a colonizar nuevas tierras. Al separarse cada hermano tuvo que buscarse la vida, y a unos le fue mejor y a otros peor. Algunos hicieron fortuna y vivieron largos años y otros apenas duraron unos cientos de miles de años; pero a todos la parca les segaría los pies. Estos familiares cercanos parece que adquirieron conciencia de sí mismos y de su existencia y en consecuencia de su muerte. Para otros muchos pensadores aquí está la madre del cordero.
Por último vinieron los mellizos (que no gemelos): el homo neanderthalensis y el homo sapiens. A primera vista, nuestro hermano era más fuerte, más alto y mucho más cabezón que nosotros. En una pelea nadie hubiera apostado ni un maldito euro por nosotros. Pero a falta de mejor cualidad desarrollamos una mayor destreza y astucia que unido a nuestro cuerpo menudo y ligereza de pies (vamos unos marrulleros cobardicas) nos permitió adaptarnos mejor a las frías y duras condiciones de entonces y salir triunfantes de la lucha fratricida. Aparte de pelearnos, nos comunicábamos con un lenguaje articulado, dominábamos el fuego y desarrollamos un pensamiento abstracto y unos valores estéticos (el arte). A partir de entonces es cuando nos convertimos en verdaderos hombres para otros muchos pensadores.
Una vez desparecido nuestro amantísimo hermanito, ya sin tener que andar peleando con nadie (ya sólo nos sacudimos entre nosotros mismos) pues éramos los únicos de la familia que quedábamos por aquí, nos calmamos un poco y nos quedamos quietos. Y aburridos, nos dio por criar cabras, sembrar trigo y hacer botijos. Y la tranquilidad nos permitió buscar formas de reflejar nuestro pensamiento en signos y así nació la escritura; para algunos el verdadero momento que marca la diferencia con el resto de los primos.
En conclusión se puede decir que a cada diferenciación física y biológica le acompañó un diferente estadio cultural. Pero, además esta evolución no fue ni lineal ni progresiva ni en el tiempo ni en el espacio. Como se ve, es imposible afirmar con certeza cuándo dejamos de ser monos; lo más seguro porque, como decía al principio, aún lo sigamos siendo.
Perdónenme los eruditos y especialistas la simpleza en la exposición, pero este tema es tan complicado que si además se le añade culturas, periodos, años, técnicas, lugares, utensilios, edades geológicas, glaciaciones,… ¡Para cortarse las venas!
© Francisco Arroyo Martín. 2009
Para citar este artículo desde el blog:
ARROYO MARTÍN, FRANCISCO. ¿Cuándo el hombre deja de ser un mono? http://elartedelahistoria.
(OGH22H)
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